El hortelano ha tenido un sueño

Hace unos días, el hortelano tuvo un sueño. Le pareció ver que un diputado alzaba la mano en la Asamblea de Extremadura y pedía la palabra para proponer que se declarara a toda la región zona catastrófica por sufrir colapso genético. Explicaba, ante el pasmo de toda la bancada, que la emigración masiva de los jóvenes producida por las crisis, empobrecería la región y la despojaría, de nuevo, del capital intelectual que tantas décadas costó recuperar. Y le respondió el presidente que no se podía tramitar la moción porque los supuestos de catástrofe solo eran aplicables a los producidos por causas naturales -una riada, un incendio…-, no cuando la situación estaba ocasionada por el hombre. ¡Y nadie se dio por aludido!

El cuento del sueño parlamentario viene a cuento de que, en estos días, en los que la recolección va de capa caída -los días tórridos de agosto han dejado huella-, seleccionamos al fin los tomates que servirán para los semilleros del invierno. Es decir, elegimos los frutos más sanos, incluso de más volumen, siempre que provengan de tomateras que hayan resistido mejor los ataques del mildiu y de la araña. A nuestra manera, aplicamos algo parecido a lo que hacía aquel monje ilustrado con las arvejas. Son tomates que llevamos cosechando y sembrando desde hace años. Los llamamos “morunos” porque así los nombró un hortelano que vendía hortalizas de primavera al borde de la autovía. La última vez que le compré los plantones, me dijo que posiblemente sería su última temporada de vendedor de hortalizas. Le habían descubierto un tumor en el pulmón, y apenas si puso atención en la conversación que traté de continuar. De aquellos plantones vienen estos “morunos”. Estamos, pues, practicando una selección genética en toda regla. De este modo aseguramos que, cuando depositemos las pepitas de tomates en los semilleros de invierno –allá por Reyes-, volveremos a disfrutar de frutos sabrosos y sazonados, que en estos días embotamos en fritura extraordinaria. Cuatro kilos de tomates, cuatro pimientos verdes, una cebolla, tres ajos, y un vaso cumplido de aceite, por ejemplo, marca La Chinata. Cuando estén ya a punto, echen una rociada de orégano, si le pilla a mano de la campiña de Alcuéscar o Montánchez. Dejen freír a borbotones no menos de hora y media. Tendrán un producto prodigioso. Y como el hortelano tiene nietos aplicados al kétchup, ha aprendido a fabricarlo a base de incorporar a la fritada de tomate, una cuantas especias, medio vaso de vinagre y cuatro cucharadas de azúcar morena.

El que caso es que el hortelano, en tanto ayuda a la selección de los tomates, repara que hace unos días asistió a la presentación de un libro sobre gente notable de su aldea a lo largo de la historia: conquistadores, frailes franciscanos en América o Filipinas, músicos de órgano, unos cuantos nobles y gente del común. Pero ha observado que, a finales del XIX, poblaron su aldea gente notable y aplicada. Un arcipreste con vocación de arqueólogo, un médico con trazas de historiador, un diputado que colaboró en la fundación de la Institución Libre de Enseñanza, un “raro” al estilo de los Baroja que firmó un tratado de psicología social, un católico regeneracionista preocupado por el desarrollo de las infraestructuras ya en aquel tiempo. Y se pregunta el hortelano impertinente porqué a aquella generación de talento sucedieron generaciones y generaciones de gentes sumisas y holgazanas.

Es aquí donde el hortelano ha hecho un alto en el camino. Ha puesto la tijera de podar sobre la mesa y el sombrero boca abajo, como hacen los toreros supersticiosos, y ha enhebrado la siguiente teoría.

Probablemente la generación de talento duró hasta la República. La Guerra Civil destruyó no solo el talento, también otras muchas cosas. La postguerra resucitó el miedo y abonó la tierra de sumisión. Pero llegó un momento en el que las capacidades volvieron a florecer, como crecen los chaparros sobre la tierra calcinada. Y sucedió…

Lo primero que sucedió –años sesenta del XX- es que su aldea, su pueblo, su comarca, Extremadura entera, se despobló huyendo del hambre y de la miseria. Huyeron aquellos en los que más había prendido el talento: jóvenes, gente con aspiraciones o los más inconformistas. Quedaron los mayores -¡gente venerable!-, los rentistas, los menos resueltos. Es como si en la huerta, esta mañana, hubiéramos tirado a la esterquera los tomates más vigorosos y perfumados. Habríamos perdido la mejor simiente, y tardaríamos años, muchos años, en recuperar plantas vigorosas y feraces.

Sin embargo, Extremadura se recuperó. Recuperó talento y energía, también la ilusión. Sobrevivió a la sangría de la emigración. Fueron años de mucha alegría y de mucho gasto, y de mucho despilfarro. Mis vecinos abandonaron los huertos y vivían alegres y confiados. El talento volvió a florecer, pero se refugió en los escalafones. Lo mejor, para lo público. Apenas unas libras, para lo privado. La Universidad era una fábrica, y sus productos engrosaban y abarrotaron los cuerpos de funcionarios: abogados e ingenieros y químicos y licenciados en las más variadas materias, y profesores, y asistentes de toda clase en los ayuntamientos, corporaciones, confederaciones, diputaciones, delegaciones, mancomunidades. ¡La Junta y la Asamblea! ¡Los equipos de gobierno, los gabinetes, las Fundaciones, las empresas públicas! ¡Qué maravilla de talento alicatando los palacios y gobernando un territorio sin desarrollo! Los dineros, dineros foráneos, caían de los cielos como el maná descendía sobre las tribus de los elegidos.

Pero llegó un señor de Lehman Brothers, movió las columnas, y a punto estuvo de derrumbar los templos. Y a la tierra del hortelano impertinente la crisis la volvió a pillar con el pie cambiado, con los deberes del desarrollo sin hacer, convencidos mis paisanos de que el maná duraría, no cuarenta años, sino por los siglos de los siglos.

Que ¿qué pasó? ¿Y me lo pregunta usted a mí? Pues ocurrió que el talento y la gente de más vigor se volvió a marchar. Esta vez, no con la maleta de cartón bajo el brazo. Esta vez, con el título y el master en el pendrive.

Otra vez a las andadas. Resumiendo la historia de cómo las leyes de la genética arruinan las expectativas de desarrollo de nuestra tierra:

  1. La Edad Media
  2. La Guerra Civil y la postguerra, años 40 y 50
  3. La emigración, años 60 y 70
  4. La era de los funcionarios y del cuerno de la abundancia, años 80, 90 y 2000
  5. La crisis, 2008
  6. De nuevo la desbandada de los jóvenes, y la pérdida a raudales del talento, 2009

En estas estamos. Otra vez, en pleno desastre biológico, sin que nadie pida la declaración de zona catastrófica. Otra vez a esperar que el talento se recupere lentamente, como se recuperarán – y si no al tiempo- la tierra calcinada de la Sierra de Gata.

Y me preguntas por las razones de mi antipatía a los funcionarios. Y te respondo que en modo alguno; en todo caso, la crítica es un reproche a los políticos sin talento. Que el exceso de lo público, en un territorio tan exiguo, se me asemeja a aquellos gigantones de las ferias con cabezas colosales y con un cuerpo tan enteco. O tal vez el hortelano no se ha explicado bien, porque lo único que quiso decir es que, al igual que en el cuento de los tomates, la emigración esquilma el talento. Y la crisis nos ha pillado con los escalafones al completo, y que es tarde y anochece mientras los jóvenes huyen por las carreteras, que no por el ferrocarril.

Barrunto que el único destinatario de estas letras de un hortelano impertinente me va a recriminar de inmediato:

-Eres injusto, y no es del todo cierto lo que me dices, me reprocha

-Lo que ocurre, le contesto, es que me he atrevido a decir lo que tú confiesas en las sobremesas

-Pero vas a ofender gratuitamente a algunos de nuestros mejores amigos

-Ellos, porque son precisamente gente de talento, lo entenderán, e incluso ampliarán mi parábola de los tomates y el talento. Saben que los estimo, y que admiro su valor, y hasta envidio su suerte por haber vivido en una tierra prodigiosa

-Alguien considerará además ofensiva tu referencia a la herencia genética. Y, además, no se puede generalizar

-Propones –le digo más bien indignado- que no hablemos, por miedo a ofender a no sé qué personas, de la razón principal del retraso social y económico que padecemos: la emigración de los jóvenes, la emigración de los más fuertes y de más talento.

-Exageras. Hay otros elementos más importantes. Por ejemplo, el ambiental y el cultural, replicó.

Te olvidas de que lo que llamas “ambiental y cultural” son también efectos derivados del deterioro biológico que producen los procesos emigratorios. Y sin generalizar, que es lo que me achacas, la humanidad no habría avanzado. La generalización es la base del progreso científico

-Insisto, no se te va a entender, dijo por último el destinatario de estas letras

 

En estas, el hortelano dio de mano, recogió las herramientas, y se topó con el Altozano lleno de gentes saludables y alborozadas. Niños y adolescentes, parejas jóvenes bien nutridas. Son los últimos vestigios de quienes emigraron en los años 60, o sus hijos, o sus nietos. Regresan por unos días, fieles a la llamada de la tierra. Allá donde residen, hay más paisanos que habitantes tiene actualmente mi aldea. Entonces, en los tiempos de la emigración de sus abuelos, el talento se escapaba por un ferrocarril cuyo penacho era la rúbrica de que los pueblos se desangraban. Son ahora ¡los forasteros! Los que traen a sus muertos al camposanto de la aldea. Y gracias a ellos doblan las campanas, y el cura reza responsos una tarde sí y otra también.

 

Por lo demás, te advierto que es tiempo para poner en tierra los plantones de acelgas y de coles, de hacer la pasera y de vigilar que las avispas o los chamaríes no se coman los racimos de moscatel. Ya te contaré, mi amigo, cuando llegue el tiempo de llevar a tierra los tomates, que el chamarí es el mejor flautista de la huerta. Mejor que el mirlo. El mirlo podría ser el oboe. Pero quien mejor sostiene la melodía de la primavera es ese pajarillo insignificante que está acabando con los racimos del tapial. Y si no es estás de acuerdo, te reto a un concierto de melodías en la huerta cuando los bulbos rompan la costra del invierno.

Repare, mi amigo, que este hortelano impertinente ha mencionado en el segundo párrafo de su escrito a un monje ilustrado que cultivaba arvejas y terminó descubriendo las leyes de la herencia genética. Porque el hortelano les amenaza, cualquiera de estos días, con volver a dejar la podadera sobre la mesa de la casilla para hablar de otro monje o fraile, en este caso descubridor de una nueva forma de hacer injuria vestido de prior franciscano (12.08.15)

El H.I.

3 comentarios en “El hortelano ha tenido un sueño

  1. Bravo José Julián magnífico resumen de un triste historia de emigraciones sucesivas que empezaron allá por el XIV y no han parado de repetirse Te recuerdo que entonces éramos más y más importantes que los catalanes que ahora no miran por encima del hombro. Los extremeños llevamos cinco siglos enriqueciendo a otros territorios, mientras que nuestra tierra languidece
    Un abrazo

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  2. Como diría mi madre «la moda -y yo añado, y los modismos- son como un saco que estando lleno se vacía y se le da la vuelta»; fin de la cita. Ojalá pronto este el saco invertido. El hortelano por sabio nunca es impertinente, nos dará tardes de glorias. JSG

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  3. Cuanta razón tiene este hortelano impertinente. Bueno es que siga seleccionando los tomates más sano que sirvan para los semilleros del invierno, pero también será bueno y conveniente que el hortelano haga un alto en el camino, ponga la tijera de podar sobre la mesa, el sombrero boca abajo y enhebre sus pareceres.

    No sé, es todo tan complejo…, en cualquier caso aquí o allí hay que seguir sembrando tomates.

    Un abrazo
    SVJ

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