30 de enero de 2021

Foto de NDG

“Ayer me llamó un amigo que está confinado en un viejo monasterio de 25.000 metros cuadrados. Durante horas recorre cada día sótanos y terrazas explorando el daño que una primavera fecunda causa en su recinto. Lucha contra los roedores y las carcomas para que el tiempo no destruya los tesoros que aquel caserón alberga. Barrunto el eco de sus pasos en el enlosado de los claustros. Mi amigo piensa y recapacita. Y reza. De entre todos mis amigos confinados, es él quien tiene más ánimo y aliento. Pertenece, desde polos opuestos, al mismo género del financiero que ayer nos recomendaba serenidad y humildad intelectual para afrontar la crisis. Probablemente él lo llame humidad franciscana”. (De Liviandades)

En mi pueblo la gente era muy “tertuliera”. Le diré a mi amigo, el que inventó las tertulias en la radio, que no fue él quien descubrió el género, sino que las tertulias las inventaron mis paisanos. Las había de toda clase y pelaje. Tertulias de verano y tertulias de invierno. De derechas y de izquierdas. Tertulias templadas y otras enardecidas. De mujeres y de varones. Las mujeres, al menos las de mi pueblo, tenían más fácil aplicarse a las tertulias. No necesitaban acomodarse en un leño de madera o en el banquillo de la rebotica para seguir la deriva de las conversaciones entre gentes de confianza. Las de mujeres se hacían en las resolanas, allá donde no llegaba libre el cierzo; las de varones transcurrían en espacios más abiertos, sin que ello tenga alguna connotación malévola o ¡vaya usted a saber! Ya me gustaría que alguien me hiciera el favor de escuchar mi monólogo sobre las tertulias de aquel arcipreste ilustrado: tres al día, según las estaciones, si el tiempo estuviera calmo o lloviznara. En la fragua o en la carpintería convertida en astillero para componer los barcos en los que las merinas cruzaban el Tajo. La tertulia del boticario, a la que cada día acudían el cura, el médico y el experto en guerras mundiales. La de los labradores al caer la tarde, esperando que el barbero les atendiera, sentados en el umbral antes de que Leoncio descolgara las jaulas de los perdigones. La de la “cruz mentirosa”, que por algo sería el sobrenombre, y no porque allí estuviera un pozo con el que tu amigo te ilustró sobre historias de cultos prerromanos.  Tengo para mí que aquellas pláticas tenían efectos terapéuticos indudables. En aquellos tiempos, unos y otros, salvo los declaradamente lunáticos, eran más cuerdos, o al menos más equilibrados que los que comenzaron a alimentarse con leches de botica. La carestía y la pobreza hacían cuerpos enjutos, pero lo cierto es que no afectaban tanto al cerebro como ahora lo hace el exceso de calorías.

En una ocasión, el hortelano quiso asociarse a una de las pocas tertulias campesinas que en su pueblo van quedando. Lo hizo con la excusa de saludar a uno de los componentes del grupo que todas las tardes, cuando el sol decaía, se acomodaban en la calleja del Greal junto al muro del cobertizo de la miel. De él aprendió el hortelano lo poco que pudo asimilar de su sabiduría campesina. Era parco de palabras, pero las que decía eran como proverbios esculpidos en piedra. Ahora que lo estás recordando, notas que la memoria te está llevando a tantas ocasiones en las que le acompañabas junto al rebaño en los campos abiertos, horizontes infinitos, tan primitivos que parecían que los estabas inaugurando. Intuía, tan pronto asomaban por el horizonte, la carga de agua que traían las nubes según de donde “se levantaran”; volteaba las piedras para conocer el final de la sequía. Te conducía sigiloso al nido de la perdiz repleto de huevos, a la madriguera del zorro, o te decía el nombre de la rapaz que vigilaba el gallinero. Tuviste tanta admiración a aquellas tus gentes que alguien te escuchó decir que tenías más respeto al estanquero de tu pueblo que al subsecretario de Hacienda. En fin, el intento de conversar en la calleja del Greal no tuvo éxito y fue entonces cuando comprendiste que ningún profano puede incorporarse a una tertulia si no pertenece a la tribu que la convoca.

Me dicen ahora los amigos que lo que más lamentan del confinamiento – ¡un año, señores, un año! – es la ausencia tertuliera. Por ejemplo, nadie debiera asombrarse de que me sienta frustrado si tengo una idea ingeniosa y no puedo comentarla con alguien que la refute. El otro día me escucharon farfullar algo así como que necesitaba discutir con alguien sobre la pobreza mental de quien hablaba por la radio. Claro que puedes descolgar el teléfono o montar una sesión telemática o hablar con las paredes. Pero no es lo mismo que cuando tomabas el Cercanías e imitabais torpemente a Sócrates afirmando algo a la espera de que te replicara el contrario. Podías comenzar preguntando si visteis la ceremonia del Capitolio y la intervención de una mujer poeta momentos antes de que Biden pronunciara el discurso al estilo de los que se pronunciaron en la España de la Transición. Por cierto, en estos días se ha cumplido el 40 aniversario de un discurso, dicen que histórico, el que pronunció el presidente Suárez el 29 de enero de 1981 para anunciar su dimisión. Y ni siquiera a tus nietos les has contado la pequeña contribución que el hortelano tuvo en aquel texto y el secreto que se obligó a guardar durante unos días eternos. Pero este “por cierto” no estaba en el guion de esta mañana de niebla cuarenta años más tarde de aquel suceso. Decía que la ceremonia del Capitolio habría servido para celebrar una de aquellas jornadas que tanto recuerdas y tanto echas en falta. Alguien comenzaría diciendo ¿visteis a aquella mujer que se definió como negra, flaca, descendiente de esclavos e hija de madre soltera recitando en versos algo así como que en la vida siempre hay luz si somos valientes para verla, si somos suficientemente valientes para serlo? Le replicaría un colega de andanzas con el argumento de que todo lo que rodea a la política y a los discursos de los políticos son como fuegos artificiales en las verbenas de verano. ¡Bonitos, pero falsos! Y el otro replicara diciendo qué tiene que ver la poesía con la política…, era lo que nos faltaba: que Iván Redondo se inventara estrofas para aliñar los discursos de su dueño. Sobre su dueño tú escuchaste la confidencia de otro gerifalte de su partido: “cuando hablo con él, doy por sentado que me está mintiendo, pero me sirve para conocer la razón de su embuste”. Y tan pronto como lo hubieras dicho, el de larga memoria terciaría diciendo que para discursos el que pronunció Manuel Azaña en Carabanchel en 1935, tres años antes del de Barcelona pidiendo “paz, piedad, perdón”. Y es así como se iban hilvanando aquellas tertulias de los tiempos prepandémicos, que comenzaban, por ejemplo, hablando de la amortización del sátrapa de pelo dorado y terminaríais discutiendo sobre quién disparó a Liberty Valance o dónde sirven los mejores garbanzos del orbe cristiano. ¡Oh, tiempos aquellos! ¡Aquella época dorada en que nada importante ocurría. ¡Los efectos sanadores de las tertulias! ¡Las consecuencias nefastas de estos confinamientos!

Estos son, en cambio, tiempos de monólogos, propensos a escribir tratados filosóficos de bolsillo con los que enfrentarse a una situación tan rara y extraordinaria como nadie, ni siquiera el profeta Bill Gates, la soñara. La gente, también tus amigos -tú mismo sin ir más lejos- escriben memorias o dietarios con los que camuflar la incertidumbre o la impotencia para sobrevivir con honor y conciencia a la pandemia. Ni siquiera puedes compartir tus dudas y tu desasosiego con quienes saben caminar por las orillas sin embarrarse las botas, y no como yo, amigo Tulio, que meto los pies descalzos en todos los charcos. Estoy convencido que si ahora mismo, mañana, cualquier día de estos, pudieras calarte la gorrilla para tus citas montañeras, estarías viviendo este infortunio con algo más de sosiego. 

Estoy esperando, amigo Tulio, tu réplica, tal cual hacíamos en los tiempos en que todo transcurría con una monotonía exasperante. No te importe echarme en cara lo que tantas veces he reconocido: la obscenidad del viejo embebido en sus problemas. No tenemos derecho a hablar de nuestras carencias mientras vosotros estáis en el ruedo tratando de sobrevivir a las inclemencias, y nosotros, los viejos, con la pensión en el bolsillo, acodados en barrera, presenciando la faena. Os esperan años de reconstrucción y otros tantos de invención de nuevas formas de convivencia. Viviréis, tú y tus hijos, con la certeza de que en alguna caverna otros virus, no sé si también el cambio climático, están tramando el asedio a esta raza de homínidos que se creían únicos y poderosos. Todavía no sabemos, Tulio, cuán profunda será la huella que esta pandemia dejará en la conciencia y en el ideario de los hombres inteligentes. Pero es probable que el COVID-19 pase a los manuales de historia como primer aviso de un cambio estructural tan importante como lo fue el Renacimiento y la Revolución Industrial. Recomienda a las gentes de tu generación que hagan lo que hacían los pastores de mi tierra cuando presentían la proximidad de una manada de lobos: colocaban los collares de púas en el cuello de los mastines y encendían por la noche las hogueras para mantener la guardia. Pero no perdáis la fe en el progreso: el hombre tiene recursos suficientes para superar los mayores infortunios.

Claro que hay otra forma de enfrentarse al futuro incierto. La inventó Boccaccio y, desde entonces, es el refugio de quienes, aturdidos por la pestilencia, deciden esperar que el temporal amaine, atrincherados en un palacio, en un “lugar sobre una pequeña montaña alejado de los caminos y en cuya cima hubiera una pequeña villa con un hermoso patio, con pradecillos en su entorno y con jardines maravilloso y con pozos de agua fresquísimos”. No sé cómo no se le ha ocurrido a alguien inventar un nuevo “Decamerón” para entretenernos las tardes de confinamiento. ¡Todos en cuarentena, tirios y troyanos, rojos y azules! Cada cual en nuestras casas viendo en la televisión a diario un capítulo del texto de Boccaccio. En lugar de esa fetidez de telebasura importada de Italia, asistiríamos a un reality en el que participaran, como en el libro de Boccaccio, diez personajes sabios y ocurrentes. Tendrían la obligación de contar historias divertidas sobre el presente. Nuestro único compromiso seria permanecer atentos a la pantalla. No tardaríamos en ponernos de acuerdo en elegir a los integrantes. Por mi parte comienzo proponiendo a Fernando Savater y a Javier Marías. Y como la composición del grupo debiera ser paritaria, estas dos señoras: Rosa Belmonte y Elvira Lindo. Te toca a ti, Tulio, completar la nómina. No tengas reparo en convocar a Millás o a Rubén Amón, que son personas de buen entendimiento. Pero no se te ocurra mencionar a políticos, de natural sectario. Aunque repara que, en el Decamerón auténtico, los protagonistas eran siete mujeres y sólo tres hombres, y a éstos los encontraron al azar, a la salida de misa de Santa María Novella. Nosotros haríamos un grupo paritario. Les rogaríamos que hablaran de la vida misma, sin ninguna limitación de temas, como lo hicieron aquellos otros personajes que se recluyeron, tal como nosotros, para hacer una tertulia que luego el amigo de Petrarca puso por escrito.   ¿Te imaginas el éxito del programa? Encenderíamos el televisor cada tarde a las seis y lo apagaríamos a las doce de cada noche presenciando en directo las cavilaciones de esos nuevos huéspedes del Decamerón de la penúltima pandemia. Como en los programas de la telebasura, podríamos incluso votar para expulsar a los que no respondieran a las expectativas del entretenimiento. 

Hace un año, escuchábamos sobrecogidos el parte diario de muertos y nos horrorizábamos viendo en la pantalla las morgues saturadas. Hoy convivimos resignados con una situación tanto o más funesta que aquella pero nos hemos venido acostumbrando lenta pero inexorablemente. Los griegos inventaron una divinidad encargada de castigar los pecados de los hombres, y no dudó en cegar a los soberbios. Digo yo que, a cambio, nos debió conceder la habilidad para acomodarnos a las adversidades. Los libros están llenos de testimonios de quienes describen la resignación de las victimas a las desgracias que vivieron. El hortelano, que devoró durante años las memorias de Ernst Jünger, no olvida cómo describía con disfrute cualquier momento placentero en las trincheras de la Gran Guerra del 17 o los placeres de la vida en el París de la Segunda Guerra Mundial. Fíjate en una de las películas que más admiras y repara cómo la sociedad de Casablanca se divertía en plena contienda. 

Lo que ocurre es que ahora sabemos cómo terminaron aquellas calamidades y, sin embargo, desconocemos el final de la pandemia. Ya me habrás oído, Tulio, mi teoría sobre la visión panorámica de los viejos. Nadie, como nosotros, ha tenido la fortuna de haber leído las novelas de la vida desde el comienzo al fin. Aquel protocolo argumental que estudiamos en Literatura -introducción, nudo y desenlace- lo podemos aplicar ahora a las personas y a los acontecimientos de la historia reciente. Sólo nosotros lo hemos vivido desde el comienzo. Pero me temo que no duremos lo suficiente para conocer los efectos que la pandemia producirá a largo plazo. Vosotros, Tulio, no sólo los conoceréis, sino que vais a tener la suerte de poder participar en la construcción del futuro. Conoceréis también el daño, tal vez irrecuperable, que los fanáticos tratan de causar, en plena pandemia, a esta España nuestra tan poco querida por quienes la gobiernan. 

15 de enero de 2021

Foto NDG

“Nunca he llegado a comprender, Tulio, la razón de esa extraña vocación de algunos para representarnos a los demás. ¿Qué les mueve a pasar la vida en los atrios de los templos barajando la suerte de sus prójimos? Cada año les llevamos los diezmos de nuestras cosechas y le entregamos la llave del cofre. Tienen cohortes de gentes sumisas a las que exigen lealtad y vasallaje. Cada cuatro años, otras legiones de contrarios llegan desde las montañas para intentar desalojarlos, y ocupar ellos el estrado. Pero menos entiendo, amigo Tulio, que, quienes residimos fuera de los atrios, nos peleemos entre nosotros para defender el interés de esos seres extraños con vocación irrefrenable de gobernarnos” (De Liviandades)

Sabes bien, Tulio, que, desde hace algún tiempo, mi mundo, mi vida, tiene límites reducidos; transcurre desde la ventana de mi cubículo al pasillo de la casa. Más o menos como le ocurre a todo buen cristiano o, al menos, a los cristianos viejos. A lo más que alcanza mi universo es hasta el cuarto de la televisión. Por cierto, esto de estar confinado me ha servido para averiguar que la llamada “caja tonta” es un artilugio, no solo inteligente, sino providencial para tiempos de cólera. Mi televisor me ofrece a la carta lo mismo una conferencia sobre la batalla de las Termópilas como una charla sobre la Generación del 27. Le puedo pedir incluso un concierto de mi ídolo de la batuta, el teutón cobarde que no supo negarse a homenajear a Hitler, como solicitarle las vísperas interpretadas por el coro de Solesmes. Mi amigo el televisor me da cuanto le pidas: escribes con un aparato, que con frecuencia confundes con el teléfono, el nombre de un escritor de tu predilección, tal cual Josep Plá, y de inmediato, por arte de magia, te suministra una entrevista o un informe sin necesidad de utilizar un “glovero”. ¡Cosa maravillosa! Tu viejo afán juvenil por tener una pared alicatada de “espasas” se ha resuelto con un lápiz mágico que escribe en una pantalla. Entre Wikipedia, Google y YouTube tienes en la mano todo cuanto un viejo avariento y menesteroso puede aspirar para saciar el insaciable apetito de saber y ¡de disfrutar!

Y, por lo demás, tienes una ventana abierta a una porción de cielos y nubes y a un parque público cuyo trazado por alto y por bajo te es tan familiar como tu huerta en la distancia. Llevas meses convertido en una especie de fisgón oteando nubes o blancos de nieve impoluta con la misma indiscreción que James Stewart se asomaba al patio de vecinos a la espera que lo visitase Grace Kelly.  En fin, que, entre la ventana y ese artilugio milagroso, van pasando los días, unas veces turbios, y otros claros y transparentes. Viene el día, recita el canario su primera melodía con puntualidad taurina, y oscurece, y, siempre que oscurece, te entran ganas releer de Al caer la tarde, un libro de un cisterciense sabio y acogedor, Agustín Altisent, que te infundió toneladas de serenidad en aquellos tiempos ajetreados. En estos otros, el hortelano recluido lleva dos días leyendo versos del amigo que ha convertido en arte la “dulce melancolía” del poeta de Moguer. A los folios que te ha pedido les has puesto el título de “Versos para violonchelo” porque te producen las mismas emociones que sientes cuando escuchas un cuarteto de Beethoven o una suite de Bach, poemas para iluminar los “recintos interiores” que nombra el poeta en uno de los poemas más evocadores del libro. Leyendo los versos del amigo poeta me siento reconfortado, identificado con ese modo de festejar la memoria de lo vivido. Me sirven para tomar conciencia del momento presente y para sorber hasta el último aliento del tiempo que nos queda por vivir y gozar.

Desde hace una semana el mundo visto desde mi ventana se ha teñido de blanco, y no es cosa de enumerar la cantidad de acontecimientos excepcionales que están ocurriendo, que si hubieran sucedido veinte años atrás, en el cambio de milenio, hoy todos estaríamos leyendo a Nostradamus. ¡Menos mal que vivimos tiempos modernos y que muchos, antes de que los quemaran en la hoguera, libraron a nuestro favor infinitas batallas blandiendo la fuerza de la razón! Si la razón no hubiera al fin derrotado a las creencias, iríamos con los pies descalzos procesionando como los flagelantes de la película de Bergman o haciendo cola en los confesionarios, aquellas que presenció el hortelano en los días de misiones con frailes barbados esparciendo el pánico entre campesinos horrorizados. ¡A ver quién no sucumbía ante la amenaza de infortunios para toda la eternidad!

Ya sé, amigo Tulio, que la vida es mucho más que acordarse de viejas lecturas; más que pasar las horas amontonando saberes inútiles sobre las Termópilas en la caja inteligente; más que solazarse leyendo versos que te regalan momentos inolvidables; bastante más que desparramar la mirada por las praderas de nieve que Santa Filomena, adolescente y mártir, te ha regalado en tiempo, otra vez, de confinamiento. La vida es dura y salvaje, y vosotros, los jóvenes, habéis inaugurado una nueva glaciación de incertidumbres. Nos creíamos fuertes y seguros. La vida era un continuo ascenso hacia el progreso perpetuo. Pero resulta que ahora no sabemos si al final, en la cumbre, estará el abismo o una nueva cordillera. Llegó el virus y esparció una densa neblina sobre el camino de ascenso. Y en esa estamos, tratando de convencernos de que la razón y la ciencia nos salvarán. Las nieves se licuarán como se licuará también la pandemia porque la inteligencia y el talento impondrán la misma luz que nos hizo salir de la caverna. Quedará el recuerdo de haber vivido un tiempo excepcional, aunque el hortelano no podrá lucir ante sus nietos haber sobrevivido a un acontecimiento histórico por la única razón de que ellos también lo sufrieron.

Al tiempo, nadie parece consciente de los daños que nos está causando la otra pandemia: la de los políticos embusteros. Me sorprende, me escandaliza, amigo Tulio, la indiferencia con la que convivimos con la mentira pública. Me dirás que no existen verdades “ciertas”, que la verdad es patrimonio de quien la administra, que…Y te responderé que la verdad tiene una ley constitucional: la congruencia con la razón. Ayúdame, Tulio, a fundamentar los tres pilares que nos sostienen de forma honrada sobre la tierra: verdad, bondad y belleza. Esta es mi única verdad, mi canon existencial. Lo defiendo con toda la contundencia posible, a pesar de mis pocas creencias e, incluso, de mi escepticismo crónico y que aumenta con la edad. 

El hortelano lleva tiempo coleccionando documentos sobre los estragos de la mentira en la vida política. Ocasiones no me faltan y, hasta la derrota electoral del sátrapa americano, me han servido para confirmar la teoría de que en el origen de todos los conflictos está la libre circulación de la mentira. Repara en las guerras más próximas y verás cómo el argumentario de todas ellas está fundado en razones falsas. Hasta tiempos no tan remotos bastaba con invocar a Dios o a la Patria para abrir los cuarteles. Hoy día, las cosas son más sofisticadas. También la mentira se secularizó y los jerarcas camuflaron sus intereses e inventaron otro tipo de religión: la defensa del pueblo. Y hasta un dogma: el de la igualdad. Con sólo invocarlo, se pueden cometer los mayores despropósitos. El pueblo y la nación han sustituido con ventaja a los viejos argumentos confesionales, pero con la misma liturgia, con idéntico instrumento: la mentira. La vida política actual se construye con la “masa madre” del embuste y el engaño. Y, además, los políticos han descubierto otro arma de destrucción masiva: los gabinetes de comunicación e imagen. Son los brujos de la madrugada. Cuando amanece, al tiempo que el hortelano contempla desde la ventana los primeros fulgores, los políticos han recibido ya “los argumentarios”. Los brujos de la madrugada amasan la doctrina de cada día. A los mercenarios, Tulio, no le pidamos coherencia ni correspondencia entre lo que dijeron ayer con lo que recomendaron la semana pasada. Ellos, los brujos de la madrugada, son expertos en dañar o destruir a los contrarios. A los brujos de la madrugada les sustituyen los brujos de la mañana, y a ellos los brujos de la tarde y de la noche, una maquinaria bien engrasada, con los ojos en los telediarios y en las redes sociales, dispuestos, siempre dispuestos, a humillar a los adversarios con un titular o con una frase ocurrente.

En los tiempos del hortelano, los políticos tenían algún recato en argumentar con materiales prefabricados. Los políticos, entonces, trabajaban en la soledad o en la compañía de los despachos. Los equipos eran limitados y se ocupaban de gestionar sólo los programas de gobierno. Hoy tienen una muchedumbre de lacayos, un ejército experto en construir una realidad acorde con sus intereses. Ahora fijan su agenda en función de los platós de la televisión o en los estudios de la radio. Y allí esparcen la malicia que amasan los brujos de la madrugada. Aquellos eran tiempos ingenuos. El sistema es tan perverso que el hortelano recogió poco antes de la pandemia la confidencia de un personaje recién llegado a la política. Se extrañaba de que la primera lección que recibió en la sede del partido que lo fichó fue cómo sortear las preguntas de los periodistas con respuestas prefabricadas. Hoy día, lo ves en los telediarios manejando con soltura los “argumentarios”.

Pero la pandemia nos ha enseñado a los más profanos a entender las leyes de la expansión de la mentira.  Son más de propagación tan eficiente como el virus que tanto nos apena. Se infecta por partículas minúsculas, prácticamente irreconocibles. Cuando tomamos conciencia del daño, estamos ya fatalmente contaminados. Es así como el sátrapa americano, sin conciencia para discriminar lo cierto de lo falso, es un producto no tanto de su propia perversión como del vigor con que se trasmite la pandemia de lo incierto. La democracia no discrimina el voto honorable del voto víctima del engaño. La historia está llena de ejemplos de cómo el pueblo apoya con su voto al mentiroso y puede incluso preferirlo al del pensamiento honrado. He leído recientemente un texto muy documentado de cómo en el país del sátrapa han circulado las mentiras en la vida pública y cómo la mentira, millones de veces repetida y solemnizada, es un instrumento eficaz para llegar a la Casa Blanca. Hubo un presidente que hizo campaña bajo el juramento de decir siempre la verdad y nada más que la verdad. Cayó derrotado por Ronald Reagan. ¡Triste consuelo pensar que siempre ha sido igual! Tal vez la novedad del tiempo presente es la confirmación de que la verdad es más frágil que la mentira, y constatar que la cofradía de los embusteros está mejor pertrechada que la de los honestos. Cuando el nombre del hortelano figure en el listado Forbes como uno de los más adinerados de su gremio, haré una fundación para combatir la mentira pública y crear un verificador de falsedades.

Y mientras tanto, consolémonos pensando que, aunque la verdad esté en crisis, nos queda la bondad y la belleza para transitar en las aguas rápidas. Estaré atento a contemplar desde la ventana la rueda de las estaciones. Recordaré los versos de Machado cuando pedía “Palacio, buen amigo…” para conocer si está ya florecido el almendro de la tapia de mi huerta. Cualquier madrugada, a la hora en la que los brujos hornean en la Moncloa y en la calle Génova los argumentarios apócrifos, escucharás el primer silbo de un mirlo encelado, los dos símbolos ciertos, verdaderos, de que a todo invierno le llega su primavera.

8 de noviembre de 2020

Foto de NDG

“En las tertulias y en los debates, acostúmbrate, Tulio, a distinguir el pensamiento honrado del sectario. También del pensamiento mercenario. Sabes que, cuando los dioses quisieron cegar a los hombres, les privaron del don del discernimiento. A cambio, les concedieron profundas convicciones. Y fue así como nació la tribu de los sectarios. Huye, amigo Tulio, de aquellos que poseen un código cerrado de certezas y lo aplican sistemáticamente. Siempre que confrontes tus opiniones, trata de averiguar primero si tu interlocutor pertenece o no a la secta de los fanáticos. Si lo fuera, no pierdas el tiempo. Limítate a hablar con cortesía. Pero si aceptas debatir con gentes de pensamiento honrado, no te humille si abdicas de algunas de tus convicciones. Verás cómo se acrecienta tu reputación entre quienes te aprecian (De Liviandades)

Tiene guasa, amigo Tulio, que cuando algunos como el hortelano andan preparando su retiro y justificando su apartamiento se le encomiende a alguien que te supera en edad gobernar el país más poderoso. Y que su adversario, el hombre más execrable de los últimos tiempos, esté también próximo a su edad. ¡Viejos, reviejos, en el escaparate de la actualidad! Más adelante, Tulio, justificaré por qué he escrito lo de execrable. Ahora sigo asombrándome que a los viejos se les encomiende gobernar el imperio. Y no es cosa de tirar de memoria para alabar el gobierno de los ancianos recordando a los clásicos, que la retórica es mala consejera. De todos modos nos sirve para reafirmar una idea en la que creo: que la condición humana no depende de la edad. Conocerás a viejos miserables y a jóvenes imbéciles que continuarán siéndolo a menos que el virus lo impida. He encontrado esta mañana, leyendo sobre Azorín, esta cita suya: “jóvenes hay que son decrépitos; viejos hay que pueden dar lecciones de entusiasmo y de optimismo a los jóvenes”. 

Estaba, Tulio, con Azorín esta mañana a cuenta del “dolor de España”, y a propósito de aquel discurso que pronunció hace más de un siglo en los bosques de Aranjuez, y al que el hortelano ha acudido en alguna otra ocasión. Lo del “dolor de España” es un padecimiento cíclico, y parece que está de nuevo supurando, viendo el desvanecimiento de la política en manos de estos jóvenes airados que nos gobiernan y nos representan en la oposición. Y apenas es consuelo reparar que también en otros territorios, incluso con más tradición cultural que la nuestra, la perversión de la política está presente y la protagonizan gentes provectas. Repara en el viejo execrable al que han votado 75 millones de personas en el país al que admiras tanto como detestas. En la historia han existido gobernantes criminales y tiranos homicidas, algunos incluso refrendados por sus conciudadanos, pero este hortelano de memoria corta no recuerda a alguien que, de forma tan clara y rotunda, haga confesión y proclame su maldad. No hay que esperar a que la historia haga juicio final sobre su persona. Ese personaje al que te refieres pregona a las claras su “instinto asesino” y su código más bárbaro: la ley del depredador. Ha declarado que su norma es la de la selva: depreda o te depredarán. No existe en su mente ni un solo gramo de piedad ni de compasión. Mi generación conoció la hecatombe de las guerras ejecutadas con saña por hombres civilizados. Pero creíamos que la humanidad había aprendido la lección y creado estructuras y leyes internacionales de conciliación y de progreso. No imaginábamos que presenciáramos de nuevo el gobierno de gentes aviesas, sean jóvenes o ancianos. Los hortelanos nos pasamos la vida arrancando las hierbas que estorban los cultivos y ahogan las plantas, pero, tan pronto como las esquilmas, reaparecen. Y habrá gente que reclamará el respeto y el derecho de las malas hierbas para prosperar junto a mis tomates.

Amigo Tulio, si estuviéramos en el portalito de la huerta, nos reconfortaríamos en la tibieza de esta mañana de otoño discutiendo sobre cómo unas personas son concordes y otras hostiles, cómo algunas desprenden una especie de halo de concordia y otras de desavenencias; cómo unas poseen sentimientos de piedad y, en cambio, otras no tienen un átomo de compasión. Y, si fuéramos sinceros, ejerceríamos la impertinencia de nombrar entre la gente más próxima a los fanáticos y sectarios y a aquellos otros que destilan armonía y cordialidad. Y de las personas pasaríamos también a discutir cómo en la historia se producen tiempos de concordia y tiempos bárbaros y épocas que giran sin rumbo ni concierto. ¿Acaso el viejo execrable que ha perdido las elecciones no tendrá algo de razón en aquello de que los hombres llevamos en la raíz un principio depredador y autodestructivo? 

Me temo, Tulio, que esta vez no vas a conseguir convencerme de que el mundo se encamina hacia un destino de progreso, a pesar de que, a veces, los navegadores de a bordo se bloqueen. En estos tiempos de políticos airados, no conozco a nadie de pensamiento honrado que no sienta preocupación de ver cómo este nuestro país se llena otra vez de su propia incertidumbre existencial, y así no te sorprenderás de que recurra a mis clásicos, a aquellos que nutrieron a la gente de mi generación, aunque nada más sea para poder decir a los nietos que se abrochen los cinturones y se acomoden tranquilos en sus asientos para ver pasar la historia. Ojalá no tenga razón aquel escritor que se autoexilió “huyendo de la estupidez y de la crueldad que se enseñoreó de España”. 

Tienes razón, amigo Tulio. No son tiempos comparables. Desde hace casi dos siglos, España vivió en guerra entre españoles. No ha habido generación que no sintiera en sus propias carnes el peligro cierto o la realidad de morir enfrentados. Todas las generaciones, menos la tuya, Tulio, que has tenido la fortuna de vivir en democracia. Insisto, antes había hambre y miseria, y los que no la padecían se revestían de palabras solemnes -dios, patria y honor- para empuñar la espada. Pero en estos tiempos de pestilencias, el hortelano observa que de nuevo circula el virus del odio y de la intolerancia. Si la España del 78 no hubiera logrado su ingreso en UE y en la OTAN, tú mismo estarías a estas horas  repasando el escalafón militar.

Por mucho que lo intentes no lograrás que no vuelva a reincidir en el “España nos duele”. Te podría demostrar que los “dolientes” de aquella España y los “afligidos” de la Europa cainita fueron los que más contribuyeron a la prosperidad de todos los pueblos, y que el ejercicio del pensamiento crítico es el único instrumento para remediarlo. Si a este humilde escribano se le exigiera pagar todas sus deudas intelectuales y emocionales, tendría que hipotecar de inmediato su huerta. Se quedaría tan desnudo como estaba el día que se encaramó a un tren de madera y carbón camino de la ciudad de la que ya nunca salió. Y de ahí deriva su esquizofrenia: ser hortelano viendo toneladas de cemento y solo un poco de verdor desde su ventana. A cambio la vida le dio la oportunidad de conocer a las personas que lo nutrieron. Recuerdo, amigo Tulio, una mañana de la primavera de hace más de 50 años viendo a solas los restos de Azorín en su dormitorio de la calle Zorrilla convertido en velatorio. De Azorín ya entonces este aprendiz de hortelano tenía un altísimo concepto. Uno de los primeros libros que compró fue un pequeño austral que conserva como oro en paño. De aquel libro, Un pueblecito, Riofrio de Ávila, comprado en la librería Cervantes de la ciudad levítica, aprendiste la belleza de la prosa y la hermosura de las ideas. Eras apenas un adolescente pero te deslumbró aquel ejercicio de claridad de pensamiento –cristalinidad la llama el escritor- y de estilo admirable. Fue como una revelación y de ella has ido viviendo. ¡Imagina la emoción de aquella mañana velando a solas durante unos minutos los restos de quien te enseñó los dones más extraordinarios de la vida: leer y pensar, como lo hacía aquel don Bejarano Galavís, convertido en un pequeño Montaigne, amando todas “las novedades y bizarrías del pensamiento”. 

Lo del dolor de España en el costado de Azorín lo aprendiste mucho más tarde, y es ese mismo dolor el que, ahora, asomado medio siglo después a la ventana, te asedia. Por estas fechas de otoño, el hortelano y su banda acostumbraban a dar un paseo por Aranjuez. Iban en tren de cercanías hasta una de las estaciones más hermosas de los ferrocarriles españoles, y andando y cavilando por un sendero de altísimos plataneros llegaban siempre a la glorieta del Niño de la espina. Y, siempre que esto ocurría, el hortelano y sus amigos recordaban aquel suceso que ocurrió allí mismo hace más de un siglo para honrar a Azorín del desaire que le habían causado los sectarios de aquella época, probablemente menos fanáticos que los dinamiteros actuales. Aquel día de 1913, Azorín pronunció un discurso que está en la memoria de todos los “dolientes” de España y nos sirve para comprobar que aquello que tanto le preocupó a Azorín, a Unamuno, a Machado, a Ortega, a Chaves Nogales, y antes a Giner de los Ríos, nos sigue preocupando y ¡con qué intensidad en la hora presente! Cierto, amigo Tulio, ahora no hay hambre de pan, pero existe la misma incertidumbre de futuro. En aquellos tiempos, a pesar de todo, existía un cierto respeto a las ideas y al pensamiento. Aquellos nombres gozaban de autoridad intelectual. Ahora en cambio hemos perdido el respeto a la inteligencia y al pensamiento honrado. ¡Con qué perversa naturalidad aceptamos la mentira y el desprecio a la verdad y a la razón! Da lo mismo decir y contradecirse, afirmar lo que ayer negaste, renegar de lo en la víspera proclamaste. Han olvidado que la verdad y la razón nos hicieron libres. ¡Cuídate, Tulio, del gobierno de los embusteros!

El hortelano desde muy antiguo fabricó mitos en su cabeza; es decir eligió gentes a las que admirar, y así construyó un panteón de héroes. En su imaginación el hortelano tiene dioses mayores, otros menores y algunos acólitos de los dioses a los que venera. En lo más alto, dos músicos, tres poetas, uno o dos pintores, algún narrador, dos, tres, pensadores. No creo que a nadie importen sus nombres, que por lo demás es fácil identificarlos. Muchos de ellos ya han muerto o se van muriendo, que vaya usted a saber la razón de la predilección por los viejos. Uno de esos hombres a los que el hortelano le encomienda que le guíe en tiempos inciertos acaba de proclamar que está a punto de perder la fe en la democracia. Muerto Santos Juliá, he fiado mi interpretación de la historia reciente a Álvarez Junco, que es quien acaba de confesar en público que está a punto de convertirse en apostata de la democracia. Sus razones son las mismas que te he confesado, amigo Tulio.  Al igual que le ha sucedido a mi maestro, mi fe en la democracia se tambalea. ¿Cómo le digo al hijo de la partera que alumbró la razón de la democracia hace dos mil quinientos años, que estoy a punto de perder la fe en un sistema que permite que haya gobernado el imperio el viejo más execrable y que la mentira sea ley en el gobierno de los jóvenes ensoberbecidos? Antes que Sócrates, los persas exigían a los jóvenes tres cualidades para alistarse en la milicia del emperador: montar a caballo, disparar el arco y decir la verdad. Si hoy, tus hijos, Tulio, quisieran prosperar en la política, recomiéndales que se afanen en el arte de la mentira.

Al hortelano siempre le ha inquietado no haber sido consciente de la transcendencia del instante que vive. Efectivamente, en su otra vida, fue testigo de algunos acontecimientos de importancia y rara vez intuyó que eran, aquellas, horas de trascendencia.  Recuerda haber leído en otro de sus libros de cabecera lo que contaba Stefan Zweig cuando estalló la primera gran guerra: la corte y el pueblo de Viena se divertían en la verbena sin percatarse del signo de los tiempos. No sé si hoy somos conscientes del daño que nos causarán en el futuro los gobiernos que nos abochornan. Si estos jóvenes airados hubieran gobernado la España del 36, la guerra civil habría comenzado, sin duda, media hora antes. 

1 de noviembre

Foto de NDG

El 13 de marzo de 2020, el Gobierno de España decretó el estado de alarma y decidió el confinamiento de toda la población. Días más tarde, entramos en la primavera. Pocos días después, cayó sobre la ventana de mi reclusión una gran nevada. Y noté que la mente se me licuaba, pero me negué a leer el Apocalipsis. A cambio, pensé que la nieve me empujaba a decir algunas cosas y llamé a Tulio para continuar una vieja conversa. (de “Liviandades”)

Es domingo y es otoño y estás viendo desde la ventana, lejos de la huerta, los colores de la estación dorada. Frente a ti, uno de esos espacios, apenas un triángulo de verdor, que humaniza la grisura del cemento. Estás gozando viendo cómo el otoño hace su trabajo en el follaje del pequeño bosque de castaños, plataneros, cipreses y cedros. También chopos, también algunos tilos. Cada día, tan pronto amanece, el bosque de tu ventana se enciende de amarillos en toda la gama que imaginar puedas. Hoy compruebas que lo que ayer te parecía absolutamente dorado, ha girado al granate y mañana, muy probablemente, será pajizo. ¡Las veleidades de la madre naturaleza tan difíciles de interpretar pero tan hermosas para la contemplación de la mirada atenta! Precisamente ayer, el hortelano escuchó, en la distancia del confinamiento, una conferencia en la Fundación Juan March sobre cómo educar la mirada e interpretar los colores para “ver el mundo como si fuera un día de fiesta”. El hortelano en su huerta, sin el rigor de las academias, está acostumbrado a disfrutar de los colores. ¡Cuánta veces, amigo Tulio, el hortelano abandona el libro o la azada para aguzar los sentidos y tomar conciencia y memoria de un sonido o de una determinada coloración.  Hace mucho tiempo leyó la trilogía de Canetti sobre los tres sentidos principales y todavía guarda algunas enseñanzas sobre cómo aprovecharlos para aprovisionarse de emociones placenteras.

Es domingo y, a la par que contempla los dorados del otoño en el parque de la ciudad, imagina las coloraciones de su huerta. Por ejemplo, el color de los frutos del achufaifo antes de que la tierra húmeda del otoño las entierre. Junto al depósito del agua, hace unos años, planté un esqueje de achufaifo que me regaló uno de esos amigos cuya memoria no se borrará por muchos años que el hortelano sobreviva a las inclemencias del tiempo presente. A aquella mata enclenque le dio por crecer, y lo hizo con tanta energía que hoy es uno de los árboles singulares de mi pequeño reino. Recuerdo que aquel empeño en crecer le llevó a alabearse y hubo que ponerle una guía para evitar que ocupara más espacio del que le correspondía. En este otoño tan canalla luce abundancia de frutos escarlatas. Cuando los calores del verano achicharran los vegetales y se apagan las tonalidades, el color del achufaifo reconforta entre tanta grisura. En alguna parte he leído que las espinas del achufaifo sirvieron para la corona del fundador del mayor imperio espiritual y cultural que ha creado la civilización más admirable. Si fuera cierta esta leyenda, las púas de sus ramas sirvieron de pórtico para el relato inaugural de la cristiandad: la corona de espinas de Cristo camino del Calvario.  En aquel verano que dedicaste a leer los libros sagrados -la Biblia y el Corán- supiste que Mahoma tuvo su revelación más importante a la vera del achufaifo que crecía a las puertas del paraíso. Aparte de ser pórtico de la gloria, es también protagonista de uno de los relatos más bellos de cuantos contiene el texto sagrado de los musulmanes: aquel en el que se narran las maravillas que aguardan a los creyentes. Los elegidos, “situados a la derecha” en el paraíso, gozarán “entre azufaifos sin espinas” de los frutos y manjares más exquisitos, acompañados de efebos y de huríes de “grandes ojos semejantes a perlas ocultas”. 

Recuerdas, Tulio, que, en los meses más crudos de la mortandad que nos asola, te conté la ilusión de ir viendo los primeros brotes de la primavera. Cómo desde mi ventana, de repente, un día cualquiera, los muñones de los árboles enverdecieron y cómo, día tras días, la primavera iba borrando la palidez del invierno. Por aquel tiempo, tu amigo el poeta nos envió a su legión de amigos un poema para celebrar la llegada de la primavera (Y volverán las calles y las flores/y el trabajo y los libros. Los colores/pintarán de esperanza nuestra vida. /Y otra vez brillará la tierra entera/y volverá otra vez la primavera…) Mi amigo el poeta, ya lo sabes, escrito está, sin él saberlo, puso versos entusiastas a su última primavera.  Pero no pierdas el tiempo, querido Tulio, en imaginar cuál sea nuestro futuro. Deja ese trabajo al capricho de los dioses que se divierten en marcar los tiempos de todas sus criaturas. Aprovechemos las estaciones que nos quedan gozando con codicia los placeres que la salud y la inteligencia nos permitan. Mientras tanto, volveré a las páginas de uno de los libros que me causaron mayor deslumbramiento, un libro pequeño, como eran casi todos los de Alianza, el Epicuro de García Gual. Lo conservas tan subrayado que más parece tu “libro de horas” o el “Breviario” de un arcipreste laico y disfrutón, y me sirvió para alistarme en la piara de los cerdos de Epicuro. Como hoy es domingo y el cielo presagia lluvia, acompáñame, amigo Tulio, para festejar la pasión epicúrea con un desayuno de lujo: cinco churritos calientes fritos en sartén humeante junto a un café espumoso. Recordemos aquello que dejó escrito en su huerta/jardín el sabio de Samos: bienaventurada Naturaleza porque hizo fácil de obtener lo necesario y difícil de conseguir lo superfluo

Es domingo y es otoño y es el día de los muertos, y estás escuchando a Juan Sebastian Bach y te arrepientes de no haber cumplido la promesa de viajar a Leipzig para dejar en su tumba cualquier flor silvestre que hubieras recolectado en el camino. Estás ahora buscando en las estanterías el libro que te ayudó a alimentar la pasión por Bach. Es el libro de las memorias de Ingmar Bergman y tratas de recrear la escena de su experiencia casi mística oyendo uno de los oratorios del organista de Santo Tomás. Narraba con fuerza y emoción la escena en la que la música se hacía acompañar de los haces de luz que traspasaban las vidrieras del templo y producían una cascada de claridades rojas, azul, marrones dorados. Tú mismo, leyéndolo, te dejaste seducir por aquella narración admirable. Han pasado ya muchas décadas, pero, siempre que escuchas las pasiones de Bach, la imaginación te lleva a la iglesia Hedvig Eleonora de Estocolmo en donde ocurrió aquel suceso extraordinario. Y ahora recuerdas que algo parecido debió ocurrirle al ateo que fue Manuel Azaña cuando, el Viernes Santo de 1912, anota en su diario la emoción que sintió escuchando en Paris, en la Trinité, la Pasión según San Mateo, al día siguiente de haber oído en Notre Dame los salmos del Jueves Santo. Fue también en Notre Dame donde Azaña, el día de Navidad, estuvo presente en un concierto de órgano y dijo aquello de que el recuerdo de aquella música quedaría por siempre incorporado a su patrimonio de las “cosas bellas”. La lectura de Bergman, aparte de reforzar la pasión por Bach –¡también Beethoven! – te acrecentó la afición a la música de órgano y a punto estuviste de encargar una vidriera para tu biblioteca junto a la huerta. Recuerdas que una vez estuviste en el taller de un maestro vidriero, pero aquel capricho se esfumó tal como olvidaste el viaje a Leipzig para rezar un salmo en la tumba luterana de Bach. Y es que, amigo Tulio, te recomiendo que aprendas a convivir con tus deseos frustrados pero no renuncies a alimentar los sueños que coloreen tu vida ordinaria, que las cosas del placer serán las que más te fortalezcan.

Es domingo y es otoño, y has dejado atrás a Bach, y te acaba de llegar la invitación a escuchar a Francoise Hardy, una de las musas que iluminaron nuestra juventud inexperta.  No tienes por qué saber, amigo Tulio, que si escucho aquella canción (tous les garçons et les filles de mon âge), puede que tenga que frotarme los ojos por aquello de que todos los muchachos y muchachas de mi edad paseábamos por las calles en pareja y fuimos felices mirándonos a los ojos cogidos de la mano sin miedo al mañana…. Ya sé que aquellos eran tiempos en los que el romanticismo servía para encubrir otras privaciones, y que disfrazábamos con versos las carencias que sufríamos. Pero fue aquella la época más memorable de la historia. Nunca podrás imaginar lo que esta canción significó para nosotros, jóvenes o adolescentes, acostumbrados como estábamos a caldear los sentimientos con coplas mugrientas.

Es domingo y otoño en mi ventana, y, ahora que vuelve arreciar la pandemia, el hortelano con melancolía por su huerta se dispone a ver una película extraordinaria en la que el protagonista era un árbol con espinas que florecía en blanco. Y como la canción de Francoise Hardy te ha hecho regresar a la emoción de los amores juveniles, tratarás de comprobar si el árbol, a cuya sombra aquella pareja enardecida se declararon amor eterno, era un achufaifo, un rosal silvestre o un escaramujo de aquellos que adornan las callejas de mi pueblo en primavera.

Es domingo y es otoño y todos nosotros, niños, adultos y viejos, vivimos inciertos, asustados, contemplado el mundo por la ventana “como si fuera un día de fiesta”.

14 octubre 2020

Foto de NDG

Recuerda, Tulio, el cuento del burro y la cebada. Cada día, le sustraían un puñado de grano hasta que, al fin, el platero se murió. ¿Acaso no nos está sucediendo lo mismo? Algún dios malvado nos roba, cada día, una porción de la capacidad para el asombro. Contagiados por la indiferencia, seremos mansos y resignados. Pero tú, Tulio, no te resignes. No te acostumbres al rito funerario de recontar, cada mañana, los muertos. ¡Rebélate, Tulio, protesta! Cuando te llamen pesimista, respóndeles que tratas tan sólo de equilibrar el sinnúmero de los sectarios y de los fanáticos”

«LIVIANDADES»

Hoy han muerto en España 173 enfermos por el coronavirus. Uno de ellos, era tu amigo el poeta. Eras sólo una parte, un accionista minoritario, de ese extraordinario patrimonio de amistad compartida que deja atrás José Benítez Iglesias.  No recuerdas a nadie con tan dilatada legión de amigos verdaderos. A esta hora, estaremos llorándole varios cientos de personas unidas por el reconocimiento a un hombre bueno, jovial, agraciado por los dioses con el don de la sonrisa más sincera. Cada uno de nosotros lo considerábamos amigo privativo, porque tuvo la gracia de hacernos creer que éramos únicos a sabiendas de que éramos legiones los agraciados. Fue sencillo y modesto, no estaba en disposición de dispensar favores, pero todos nos considerábamos afortunados de poder contar con su cordialidad y generosidad. ¡Qué bien se estaba siempre, allá donde el amigo estuviere! ¡Qué paz y comodidad irradiaba alrededor con sólo su presencia!

Ya conoces, Tulio, las veleidades de este hortelano cada vez más ensimismado, y de regreso a sus antiguas pasiones. Como a cualquiera de sus colegas, la vida le ha reservado oportunidades que no siempre ha agradecido como debiera. Nunca reconocerá bastante el don de la amistad desinteresada. ¡Qué suerte hemos tenido, Tulio, de haber gozado inmerecidamente de la amistad de gente prodigiosa!  Acuérdate de lo que algún clásico debió decir, y si no lo dijo, valdría la pena que lo dijera: que tanto vales como amigos verdaderos conserves. Llevo un rato largo buscado en mi bosque intricado de libros, un ejemplar de uno de tus autores de culto. Al fin lo encontraste, pero no el ejemplar que tenías subrayado. Aquel otro ejemplar debiste leerlo poco antes de andar errante por los arrabales romanos buscando entre calzadas y ruinas las mansiones de Horacio y de Cicerón. Tratabas de compartir siquiera una brizna del aire que respiraron dos de tus personajes favoritos. Es así como la muerte de tu amigo te ha llevado de nuevo a rebuscar en la memoria tus viejas lecturas de Cicerón, libro a libro de aquella colección de clásicos de Alianza, con los que tal vez conserves sus obras completas. Al fin has ido directo a estos textos y has vuelto a subrayar “¿Qué cosa hay más dulce que tener con quien atreverse a hablar de todo como si lo hicieses contigo mismo? (…) Piensa que sin amistad la vida se torna intransitable”. Y has sabido ahora que Cicerón escribió su tratado de amistad en homenaje a uno de sus amigos muertos, porque lo cierra con algo que ese hortelano dedica a su amigo: “Aquellos recuerdos (los del amigo desaparecido) no han muerto, sino que, más bien, los alimento y acreciento con la reflexión y la memoria”. Cuando te llegue, Tulio, la hora de hacer recuento, reconocerás que mucho de lo que eres pertenece a tus amigos y a aquellos otros que te facilitaron el encuentro con ellos.

Hace ya muchos años, era por el mes de mayo, cuando le pidió al hortelano que le presentara, en nuestra tierra, su recién editada antología. Y lo hice, Tulio, a sabiendas que era otra muestra de su generosidad. Recuerdas que te dijo: hazlo como tú haces las cosas, con independencia, como si no me conocieras. Y dijiste, en el aquel mayo florido, en la plaza de San Francisco, que en la obra de José Iglesias existen dos columnas que la vertebran: el amor, incluso el amor físico y carnal, y la nostalgia por su tierra extremeña. También dijiste que existen otros paramentos que la sustentan: el gozo por el paisaje, la infancia, y el festejo de la amistad y de la fraternidad. Hiciste además una consideración formal: la musicalidad, o mejor dicho la sonoridad de sus versos, siempre presente, perseverante, que consigue ensamblar estrofas de una perfección admirable. Y todavía una última anotación: es poesía solidaria, fraternal, compasiva, amiga de los desprotegidos, sean estos una prostituta o el hombre pesaroso y desvalido.

Y fue entonces cuando te atreviste a hacer una mínima antología para aquellos que todavía no conocieran sus versos, estos versos: 

Escribe del amor: “Cuando el amor me llama, de repente/ mi corazón se vuelve llamarada/ y arde mi sangre toda y la mirada/, inflamada de amor, busca tu frente…/ Cuando el amor me llama, me florece/ un corazón amigo en cada herida. / Cuando el amor me llama estoy salvado”

Escribe del peligro del hastío:Te estoy pensando aquí, desesperadamente triste. /Te estoy sintiendo aquí, desesperadamente lejos/ Quiero llamarte a gritos. /Gritar tu nombre al aire. / Gritar tu nombre y que vinieras. / Gritar tu nombre al sol y resurgirte

Escribe del amor recuperado: “Alégrate, mi amor, ya viene el día/ vistiéndonos de luz la casa entera. / Alégrate, mi amor, la primavera/ ha estallado en diademas de alegría”

Escribe de los jirones que el tiempo deja en nuestras vidas: “Menos mal que aún nos quedan orillas perfumadas/ de una memoria agreste donde acoger al tiempo/ Menos mal que aún guardamos un pequeño rescoldo/ del incendio de entonces y a veces resucita”

Escribe de la lucha por vivir con dignidad: “Qué tristeza sentirse apaleado/ como un perro en las calles de la vida/ Qué pena de lamerse cada herida/, sucio y solo, hambriento y derrotado”

Escribe de la añoranza que siente por el dios perdido. “Ya habitaba dios en el olvido/ Un dulcísimo sueño taciturno/ el recuerdo de dios. / El poeta buscaba, rebuscaba/ entre las piedras, / los escombros, / las memorias/ del viejo corazón desvencijado”

Escribe de su tierra: “A orillas dl recuerdo se levanta/ una tierra de luz que fue la mía. / Era dura y extrema más tenía/ esa miel amorosa que amamanta/ el sueño de los niños…”

Escribe del desarraigo de sentirse fuera de su tierra: “Duele dentro la tierra. Duele dentro/ este jirón de ausencia, esta distancia, / este latir de vida en el vacío”

Poco después, el amigo muerto te pagó quintuplicado el tiempo que dedícate a resucitar en público sus versos. Le pediste que actuara de jurado en un concurso para enaltecer la plaza de tu pueblo y compuso un poema que luego enmarcó, y en él te hizo la dedicatoria: “Esta albura matriz que espacia el paso/y acomoda la luz entre sus ojos/guarda en sus arcos el temblor del tiempo. /Memoria. /Los hijos de los hijos de los hijos/de los que aquí cruzaron sus infancias/regresarán del vuelo/a redimir la piedra. /Placenta es esta plaza/donde la luz se nutre. /Aquí hicieron los siglos del pórtico misterio. /Aquí se hizo silencio el peso de la historia”

Recuerdo quién me presentó a José Iglesias Benítez y quién me descubrió sus versos. Hace sólo unos minutos has vuelto a leer en el Tratado sobre la Amistad de Cicerón que las verdaderas amistades son imperecederas, y te hace ilusión pensar que cada uno de los que creemos en ella somos sólo un eslabón de un interminable proceso para ir construyendo la fraternidad de los hombres. Hoy pienso que en parte somos herederos de aquellas virtudes que José Benítez Iglesias poseyó con tanta jerarquía, y que quienes tuvimos la suerte de compartir su amistad  debiéramos esforzarnos en procurar que no mueran, como no ha muerto ni morirá la memoria del poeta amigo muerto.

2 de octubre 2020

Foto NDG

“El día que el agua caliente de la ducha deje de fluir, en ese instante comprenderás, Tulio, que ha comenzado el futuro. Y, cuando tengas una cierta edad, comprobarás cómo todo fluye y cambia y perece…; y lo que te parecía firme, se desvanece. Hoy nos reconforta más el olor a legía que el Chanel nº 5. Convivimos con resignación con lo que antes nos parecía insoportable. Cuando tus hijos alcancen el gobierno, me pregunto cómo figurarán en las enciclopedias los tiempos inciertos que vivimos: si como una merma en el curso del progreso o como el final de un tiempo en el que nos creíamos superiores” (De “Liviandes”)

En los últimos tiempos, al hortelano le ha dado un ataque de complicidad con sus colegas de generación, es decir con sus amigos antañones, es decir con sus amigos los viejos, y les ha preguntado si durante el tiempo que dura la pandemia han notado cambios en su pensamiento o en sus convicciones. Para dar ejemplo, o más bien para facilitar la confidencia, el hortelano indiscreto comienza por reconocer que él sí ha cambiado, y es lo que trata de explicar ahora emborronando la pantalla. Pero no van las cosas por donde imaginas, amigo Tulio. El doblo de las campanas del pueblo no le ha macerado sus convicciones, ni siquiera el aumento cierto del colesterol lo ha aproximado a la sacristía. El cambio va por derroteros existenciales, y tal vez sea debido a que el hortelano dispone de tanto tiempo libre como le plazca. ¡La terrible manía de pensar! En tiempo no tan lejanos, las obligaciones alimenticias le impidieron subir a la torre de su pueblo para contemplar el horizonte. Ahora, los dioses le han dispensado el regalo de disponer de tiempos luengos para contemplar las estrellas, y es así cómo todos los días las contempla con un disfrute inagotable.

El hortelano ha militado siempre entre los convencidos del progreso. Incluso ha sido partidario de acelerarlo en todo lo que estuviera a su alcance. Al tiempo, despreciaba a quienes pasaban la vida acurrucados en el rincón que las circunstancias le asignaron. Cuando niño, el hortelano vivía frente a un mar de encinas y, allá en el horizonte, tan pronto como anochecía, se encendían las luminarias del ferrocarril lejano, y al niño que fuiste le dio por imaginar que viajabas a bordo de aquellos convoyes a lugares remotos. Desde entonces, el niño con vocación tardía de hortelano se alistó en la bandada del progreso, del perfeccionamiento permanente, del adelanto, del éxito. Aborrecía a quienes se quedaban quietos, esperando que la suerte los sacara del atolladero. ¡Porca resignación!

De un tiempo a esta parte, sin embargo, el hortelano se encuentra perplejo. Y como es hombre de firmes contradicciones, se admiraba de la quietud de su huerta al tiempo que profesaba devoción por el progreso. Año tras año, estación tras estación, viendo cómo se consumaban los ciclos de los cultivos. Y también la lentitud como norma sagrada. Cuando escribes, tus colegas estarán seleccionando las semillas de las habas y los bulbos de primavera.  Cualquier mañana calma, enterrarán las semillas y aguardarán con paciencia infinita a que germinen. Otro día, de repente, aparecerá en el surco o en el arriate una brizna verde que lentamente, con exasperante lentitud, se convertirá en fruto o en flor allá cuando la pandemia, ojalá, sea memoria de uno de los episodios más tristes de nuestra existencia. Compadezco a mis amigos de la ciudad que nunca han enterrado una semilla ni han presenciado el milagro de la germinación de una planta.

El caso es que el hortelano ha llegado a una conclusión contraria a sus convicciones: “todo fluye, cambia y perece…, y lo te parecía firme se desvanece”. Creías que la gente de tu generación había inventado un sistema de convivencia que heredarían sus nietos, y has terminado por confirmar que los cimientos estaban infectados de termitas. Pensabas que el progreso había inoculado la solución contra los males del cuerpo, y has visto que los brujos de bata blanca no se ponen de acuerdo en cómo matar a un bichito insignificante. Y lo que es peor, has confirmado que la condición humana produce, de tiempo en tiempo, gente deleznable, y estamos ahora en el tramo más funesto, en la curva ascendente de esta otra pandemia de gobernantes ineptos. Lo mismo que en la huerta hay años que, sin conocer la razón, los frutos son más dulces y otros más agraces, en la vida de los hombres, en unos pocos años, se concentran sabios o artistas extraordinarios, mientras en otros momentos, como en el actual, la tarántula del odio desova sin complejos.

No sé si estas cavilaciones son o no efecto de los años o acaso del coronavirus que nos amenaza o de la evidencia de la perversión de los políticos. El hortelano ha escrito perversión, y no se arrepiente porque los conoce. Cuando alcanzó la edad de la “visión panorámica” comprendió la razón del regreso de Odiseo a Ítaca, que no era otra que proclamar el valor del retorno a los orígenes, y tal vez sea ésta la causa de lo que te sucede. Vuelves y regresas, mil vidas que vivieras, al fundamento de todas las cosas, al útero que te puso en el camino con la promesa de que los dioses te concederían el don del retorno. Que don Antonio erró cuando impidió el regreso del caminante. Le faltó decir que el mayor placer del caminante es el retorno, al “volver la vista atrás…”. Atrévete a decirle al poeta en cuyo bolsillo de moribundo encontraron los versos más metafísicos y premonitorios, atrévete -digo- a decirle que sí hay camino, y que también se hace camino al regresar. Si hasta sus versos finales –estos días azules y este sol de infancia- preludian su canto al regreso.

Si el hortelano sufriera un nuevo episodio de trascendencia, tan frecuentes en estos tiempos de pandemias, buscaría en sus libros esenciales el pasaje del sueño de Zaratustra del eterno retorno, traducido por aquel amigo que te reprendía porque ibas al salón de música sin haber leído antes la partitura. Recuerdas que era jefe de tribus, en tiempos de los profetas; que nació con la sonrisa en los labios como signo de sabiduría divina, y trató de convencernos de que no existe nada nuevo en el mundo. Decía el filósofo dueño de rebaños que las ideas, los sentimientos, se repiten; mueren y se reproducen, incluyendo el bien y el mal, en círculos inacabables. Sólo nos queda el consuelo de que, en este eterno fluir y repetirse, el mundo se perfeccione y progrese. Este tiempo infame pasará, y nuestros hijos volverán a construir un presente mejor para que nuestros nietos, a continuación, se encarguen de destruir lo conquistado. O tal vez seamos nosotros mismos, como lo hizo Zaratustra, los encargados de destruir lo ya alcanzado. 

Mientras llega la próxima deflagración, consolémonos recordando las alegres incidencias del viaje de la vida. ¡Qué hubiera sido de Marco Polo si no hubiera podido escribir al regreso el “libro de las maravillas del mundo”! Ojalá, te alcance el tiempo de que alguien te diga: cuéntame tu vida, Tulio. Porque todas las vidas merecen la pena y, a veces, la vida del labriego que nunca abandonó su tierra es más interesante que la del viajero atolondrado que camina sin conocer su destino. Por esta razón te enciendes de cólera cuando recuerdas que, en tu pueblo, treinta y cuatro ancianos confinados murieron sin la compañía de quienes conocieran su historia.

Al fin y al cabo, lo que el hortelano está rumiando lejos del portalillo de su chabuco es la exploración del tiempo que le tocó vivir, consciente de lo efímero de sus convicciones. Consciente también de los estados de ánimo de los viejos que Cicerón describió con tanta justeza. Por lo que recuerdo, lo escrito por tu tocayo, amigo Tulio, no eran estados melancólicos, sino un relato de las virtudes y de las oportunidades de quienes tuvieron la fortuna de llegar a la edad de subir al campanario para contemplar las vueltas del camino antes de que los dinamiteros coloquen la pólvora junto a los pilares de la torre. Peor que la melancolía, amigo Tulio, es la inconsciencia de quienes no reconocen que nuestro tiempo ha pasado. Aunque el curso de la historia no se cuente en generaciones tasadas, reconozcamos que está a punto de cerrarse el círculo de quienes amanecimos cuando humeaban aún las brasas de las guerras. Heredamos un mundo a sabiendas de que el progreso imparable lo destruiría, pero de él nos servimos para alimentar las ambiciones. Seamos sinceros, mis colegas, y recordad que algunos participamos en su aniquilamiento. A cambio, ayudamos a construir, sin apenas certezas, el tiempo más hermoso de la historia. 

Hagamos, pues, recuento de todo aquello que nuestra generación creó si es que se nos permite “socializar” lo que otros inventaron. Separemos el polvo de la paja. Seamos por una vez sinceros. Decidamos qué de todo aquello merece conservarse. Aquella España en blanco y negro era una España de esperanza y de promesa. Aquella España de miseria y de hambre se trocó glotona y glucémica. Ahora nos preocupa más el exceso de calorías que la falta de sustento. Podemos evacuar ante la puerta de El Pardo sin que nadie se entere, y el asno que teníamos esclavizado es hoy mascota en el predio del hortelano.

Veníamos de aquella España que Gil de Biedma describió con un tizón humeante: De todas las historias de la Historia/sin duda la más triste es la de España, /porque termina mal. Como si el hombre, /harto ya de luchar con sus demonios, /decidiese encargarles el gobierno/ y la administración de su pobreza (…) Quiero creer que nuestro mal gobierno/ es un vulgar negocio de los hombres/ y no una metafísica, que España/ debe y puede salir de su pobreza, / que es tiempo aun para cambiar su historia/ antes de que se la lleven los demonios. Procedíamos de siglos en los que la estupidez y la crueldad se enseñorearon de España, según el relato prodigioso de Chaves Nogales. Y creíamos -ingenuos nosotros- que habíamos conseguido enderezar el rumbo desnortado de una estirpe cainita.

Yo vengo, amigo Tulio, de un tiempo humilde pero esperanzado en el que nos alimentamos de sueños y de versos. Tengo la memoria flaca y, como Luis Landero, tengo “la memoria llena de ruinas poéticas”, y por ello he decidido esta mañana abrir la antología de los versos melancólicos  y comprobar cómo suenan aquellos de Ángel González que mal recuerdas en su letra pero cuya música te nutrió durante milenios: De vosotros,/los jóvenes,/espero/no menos cosas grandes que las que realizaron/vuestros antepasados./Os entrego/una herencia grandiosa:/sostenedla./Amparad ese rio/de sangre,/sujetad/con segura mano/el tronco de caballos/viejísimos,/ pero aún poderosos,/que arrastran con pujanza/el fardo de los siglos/pasados.

Ahora preguntarás, Tulio, que quién nos ha dado el derecho de legar a otros lo que no nos pertenece. Y, sin embargo, pienso y defiendo que aquellos nuestros tiempos eran tiempos de construcción y estos son tiempos de derribos, que en esta España nuestra merodea por los caminos una banda de dinamiteros que empollaron el odio soplando los rescoldos de la historia. Cuando Zaratustra despierte, se encontrará de nuevo con el rostro familiar de quienes aniquilaron las civilizaciones reclamando el derecho a construirlas de nuevo.

Cuando te llegue la edad de sentirte, como yo, perplejo y afligido tal vez comprendas mejor estos otros versos de Gil de Biedma a la hora de levantar la tienda en un pueblo junto al mar, /poseer una casa y poca hacienda/y memoria ninguna. No leer, / no sufrir, no escribir, no pagar cuentas, / y vivir como un noble arruinado/entre las ruinas de mi inteligencia.

El hortelano tiene un pegujal, y en él, una silla de enea confortable, dispuesto a escuchar la música de las esferas siguiendo el consejo de Horacio, el padre de los poetas esenciales: el que se contenta con su dorada medianía / no padece intranquilo las miserias de un techo que se desmorona. O, más bien, con la aspiración de otro de tus poetas más queridos, Francisco Brines, envejecer con algo de memoria y alguna claridad, feliz de haber vivido los años más hermosos de esta España nuestra.  

13 de septiembre 2020

Foto NDG

“In memoriam: Recuerda, Tulio, la noche en que decidisteis en consejo de familia deportar a los ancianos al pabellón de los inválidos a la espera de que su tiempo se cumpliera. Recuerda, Tulio, que no teníais ni trapos ni plásticos para protegerlos, ni a ellos, ni a quienes los cuidaban. Murieron solos y sin dignidad. Los enterramos en el más completo desamparo. ¿Recuerdas, Tulio, aquellos tiempos de verbenas y de fanfarrias?” ( De “Liviandades”)

Estábamos haciendo cola en la plaza, “una de las plazas mayores más bonitas de España y probablemente del mundo” (sic) según el escritor Eduardo Moga, decía que hacíamos cola en un emplazamiento tan privilegiado para comprar el pan y el periódico -dos importantes nutrientes- cuando comenzaron a doblar las campanas. Lo de “doblar las campanas” me temo que lo entiendan solo la gente mayor de pueblo, especímenes en franca regresión. Doblaban las campanas pero nadie pareció inmutarse por la sencilla razón de que ya es rutina que en mi pueblo las campanas toquen a muerto, como le sucedía a aquel forastero (Clint Eastwood) recién llegado al poblado, y al que el campanero le previno con una frase que viene a cuento: “aquí se pasan la vida entre entierros y funerales”. Algo parecido, efectivamente, nos ha sucedido este verano pues raro ha sido el día en el que, al amanecer, las campanas, sean de Santa María o de San Pedro, no hayan esparcido sobre los tejados el sombrío recuerdo de que durante veinte días de confinamiento murieron tres decenas largas de ancianos. ¡34 muertos en un pueblo con vocación de aldea! Es probable que en toda su historia nunca como en la pasada primavera la muerte haya tenido una presencia tan destacada. A poco que lo pienses, Tulio, eran gente de mi generación y por ello me siento más concernido. Todos tienen nombre; a la mayoría los conoces y, si no, a poco que te lo expliquen, sabes quiénes son sus hijos y sus nietos.

Ahora, cuando al fin tenemos una cierta libertad de movimiento, se celebran los funerales que antes no se hicieron. Es la razón de que el paisaje sonoro del pueblo durante este verano esté impregnado del doblo por los muertos. Pocas cosas más sobrecogedoras, amigo Tulio, que el tañido grave e imponente de una campana bien timbrada como son las de mi pueblo. Cuando apenas se ha diluido el anterior, otro ocupa su lugar, y así sucesivamente durante un tiempo tan prolongado que ya no recuerdas cuándo comenzó ni cuándo al fin termina porque el zumbido de cada campanazo se mantiene líquido en tu cerebro. Como una pedrada en las aguas del estanque cuyas ondas se propagan hasta extenuarse. Tú mismo, Tulio, nos podrías ilustrar sobre cómo las religiones utilizan las reiteraciones sonoras para provocar emociones devocionales. Lo hacen los tibetanos haciendo sonar el gong, los sufíes en los bailes circulares y los benedictinos en las abadías recitando los salmos. Tan cierto, que un amigo me dijo hace poco que, escuchando las campanas de duelo, le entran unas ganas irrefrenables de hacer confesión general. En cambio, mi nieta adolescente bajaba este verano del dormitorio todas las mañanas diciendo: “¡abuelo, las campanas…!”

¡Oh, las campanas…! Otra vez las campanas tocando a muerto. De poco te sirve recordar la emoción con la que seguiste el duelo de las campanas de Salzburgo cuando bajabas de la colina del palacio del príncipe para visitar en el cementerio la tumba de Mozart y coincidió con la hora en la que las espadañas de la ciudad conmemoraban el Día de Difuntos.  El decorado parecía sacado de Visconti en Muerte en Venecia. Aunque la mejor escena de funeral compartido ocurrió al comienzo del verano en el cementerio. El cementerio de mi pueblo está en una ligera pendiente y arriba, en la parte de la ampliación, hay una pequeña meseta en la que instalaron un altar. Mi amigo el geógrafo, tan impertinente como el hortelano, dice que en esta tierra lo único que crece y se amplían son los cementerios. Pues bien, en aquella esplanada, además del altar, instalaron un monolito en memoria de los muertos por la pandemia y un cirio encendido. Leyeron con solemnidad los nombres de los que murieron en la Residencia que los acogía (¿) mientras un chelo competía con el doblo de las campanas recordando a los muertos. Hubo discursos, rezos y responsos, y los presentes -me cuentan- regresaron a sus casas emocionados.

Dicen mis paisanos que están ocurriendo cosas raras desde que el virus acampó en la tierra; que la naturaleza y los animales se comportan de forma distinta. Incluso achacan al virus la escasez de la cosecha de tomates y el secado prematuro de las patatas. He sido incapaz de convencer a mi colega que vende hortalizas en el Altozano de que los tomates se pudrieron por el mildiu y la araña roja. Cuando todo pase, los jóvenes encontrarán las palabras correctas para recordar el tiempo de la pandemia. Serán los años del virus o el año de los muertos, como antes lo fueron los años de la guerra, los años del hambre, el año del aire, años en los que ocurrieron desgracias porque de los años favorables apenas nadie se acuerda.

Allá por la primavera, cogí de la estantería La peste de Camus por aquello de ilustrar lo que estabas leyendo cada día en los periódicos. Nunca pensaste que las escenas de las ratas de la novela se quedaran cortas frente a lo que tú mismo presenciaste. El artesano dice con razón que, en los días que morían los ancianos a borbotones, se baldearon las calles con lejías desinfectantes, y las ratas abandonaron las cloacas y terminaron por colonizar los cobertizos de las callejas. Y esa sería la razón de que un ejército de ratas se adueñara del gallinero de la huerta y en él se hicieran fuertes. Y así has presenciado una de las imágenes más repulsivas que puedas imaginar y que hubiera servido a Buñuel para ilustrar cualquiera de sus películas: dos ratas asaltaron la jaula del canario amarillo y con él convivieron hasta que al fin logramos liberarlo.

De acuerdo, Tulio, dejaré de hablar de muertos y de pandemias, porque no pretendo competir con los telediarios. Incluso prometo abandonar la lectura de Pessoa, buen compañero como Camus para los tiempos de desasosiego. El hortelano necesita no más de tres minutos de concentración en el portalillo del chabuco para ver el mundo con un horizonte despejado. Comencé por decir que quienes estaban en la cola en la plaza porticada para comprar el pan apenas se inquietaron por escuchar de nuevo las campanas, y que su atención y la plática iba por el derrotero de los partes del tiempo que emite la televisión. Se anunciaban lluvias, las primeras desde que despuntó la primavera y, cuando esto ocurre, a todos nos entra una especie de arrebato de energía y de vitalidad admirables. Dejemos, pues, en paz a los muertos pero a ver quién se atreve a decirle al cura que libere a las campanas del oficio de recordar a los muertos. Dentro de unas horas, el experto dice que va a llover, que las tormentas romperán la coraza del verano y están ya en la frontera. Y no hay tiempo más venturoso en las tierras de secano que los otoños que principian con lluvia. Quién sabe si dentro de unos días las hormigas voladoras, los hormigones, no colonizarán los charcos de agua y serán ellas los heraldos de la otoñada. El hortelano no entiende la mala imagen del otoño. ¡Si es tiempo de proyectos, de renovación, de sementera…! Al hortelano nada le produce mayor satisfacción que el primer trompeteo de las grullas. Lo espera cada año con la misma expectación que espera que las lluvias nos traigan buenas cosechas de níscalos, de espárragos silvestres, las primeras aceitunas, los frutos de otoño. Hoy has vendimiado las uvas del patio y has tenido tiempo para sorprenderte de la generosidad del otoño. Incluso has tenido el gozo adelantado de recoger la leña para la chimenea del invierno. Por un momento has imaginado ese día, entre melancólico y gozoso, de encender el primer fuego y volverás a recitar el adagio que te guía: “mira a las estrellas pero no olvides encender la leña en la chimenea”. Preparémonos, Tulio, para el invierno. No sólo hagas acopio de leña; procura almacenar sosiego y fortaleza, que falta nos hará para estos tiempos de cólera política y de incertidumbres incontables.

Segunda Etapa

12 septiembre 2020

En la noche del Juicio Final, los vigilantes estaban dormidos. No escucharon ninguna de las siete trompetas, ni el ruido de los truenos ni vieron los relámpagos. El teniente de guardia, además, estaba borracho. Pues, eso, Tulio: en los tiempos del coronavirus nos tocó en suerte un gobierno de incompetentes. En una tribu bien organizada, el hechicero llamaría a los ancianos y los pondría a concertar soluciones. Pero el brujo de la hora presente decretó el confinamiento y escanció la copa de la autocomplacencia. Los ancianos perecieron dentro de la choza

De «Liviandades»

El hortelano se ha propuesto reanudar su cuaderno, tantos años suspendido por culpa de otros devaneos. Y lo ha decidido esta mañana de finales de verano viendo a la gente de su pueblo enmascarada. Por ejemplo, en casa ya sabemos lo que es un “mascarillero”. O ¿de qué otro modo llamar a esa tabla en la que cuelgan 13 alcayatas previamente asignadas a cada uno de sus habitantes? Nuestra casa, aunque solo conserve la noble fachada y la toza, se ha convertido en refugio sentimental al que recurrimos para reconocernos como descendientes de un territorio apartado que todavía mantiene algunos atributos centenarios. No olvidarás el nombre de quien dirigió con sabiduría y generosidad su reconstrucción, y todavía lamentas no haberlo incorporado a un azulejo para que, al menos quienes nos sucedan, lo recuerden. Hace sólo unos días, alguien en el Altozano añadió un nuevo capítulo a la historia de la casa que habitas. En ella residió y tuvo taller un maestro orive llegado de Portugal para distribuir a sus hijos por los pueblos de la vecindad, todos ellos expertos en el arte de labrar la plata para engalanar a las campesinas de la comarca. “En tu casa nació mi abuelo porque allí su padre tenía el taller de orive”. Cuando la pandemia arreció en la pasada primavera, un anciano se escabulló de la residencia de mayores y a la hora de siesta lo encontraron aldabeando en la puerta. Los vecinos le reprendieron y él respondió que aquella era su casa y buscaba a su madre. Murió de coronavirus, pocos días más tarde. Me cuentan que procedía de familias de orives y, cuando niño, residió en esta casa. Habían pasado tres cuartos de siglo pero su cerebro seguía orientándole a “su” casa y a su madre. Si, como parece, la práctica de la filigrana en metales preciosos era oficio de judíos y en la toza de la chimenea está esculpido el árbol de la vida, díganme a mí por qué no puedo presumir de que la casa en la que ahora cuelga un “mascarillero” moraron judíos y que, tal vez por ello, en la ventana del dormitorio luce la cruz de los cristianos con el anagrama de Jesucristo. “Excusatio non petita…, acussatio manifesta”

  Has decidido reabrir la alacena de impertinencias cuando la mujer del vendedor de piñones y orégano te ha dicho con el noble acento campesino de esta tierra: “ya viénis del huertu; siempre acarreandu, como las jormiguinas”. Tal vez en la escuela a la mujer del vendedor de orégano le enseñaron la fábula de aquel poeta griego al que sus paisanos despeñaron por las rocas acusado de sacrilegio. Y debes confesar que la pertenencia a la tribu de las hormigas no te ha defraudado porque las “jormiguinas” debíamos ser especie a proteger entre tanta muchedumbre verbenera. Te ven ir y venir cada mañana, cada tarde, del huerto a casa y de casa al huerto con tanta frecuencia, ahora con una carretada de tomates, con el cubo de los huevos o con un ramo de hortelana y perejil como hoy es el caso. A veces te ven también con una brazada de rosas o de bulbos cuando se avecina la primavera. Pero la mujer del vendedor de orégano no sabe que lo que buscas con tanto trajinar de casa a la huerta es el acarreo de emociones primitivas -estas sí- en trance de desaparición.

El perejil y la hortelana -del huerto a la cazuela- sirven para sazonar un condumio de escasa reputación: la morcilla morenga. Tengo para mí que es una reliquia de mis antepasados árabes o judíos. La morenga está hecha con los entresijos, tripas y callos del cordero, además de cebolla, sal, perejil y algo la propia sangre del cordero. En un territorio en el que cerdo era y es el tótem de la cocina, es fácil entender la razón de que esta morcilla esté ayuna de los ingredientes cristianos. ¡Qué fantástica discriminación: morcillas cristianas de cerdo frente a morcillas judías o musulmanas de cordero! No me cabe duda de que la morenga está aquí desde que los árabes habitaban el castillejo o los judíos tenían sinagoga a dos pasos de donde, esta mañana, te has embebido hablando con el carnicero artesano de esta delicia gastronómica, al menos para quienes amanecimos inoculados de estos sabores ancestrales. Por si alguien se siente tentado a probarla, dos consejos básicos: cocción lenta junto a un trozo de cebolla y un ramo de hierbabuena. Mientras dure la cocción, cierre la puerta y abran de par en par la ventana. Con este perfume espeso, el rabino recitaría la Torá y el imán versos coránicos.

De regreso con el botín de las morenga, has reparado en la casa en la que vivió el hortelano que ayer enterraron. Era un hombre enjuto siempre con el cubo al brazo, otra “jormiguina”, presto siempre a la broma y con el que te gustaba conversar en la huerta cuando iba a recoger restos vegetales para sus gallinas. Por cierto, nunca llegaste a confirmar su teoría sobre la categoría superior de los huevos de gallina alimentada con restos de hortalizas. En esa casa que esta mañana sufre la ausencia de quien la adquirió con los ahorros de la esforzada emigración a Alemania, anduviste tú de niño aprendiendo los rudimentos que te sirvieron para aprender el oficio de las letras. La recuerdas aunque haga medio siglo que no la frecuentas. A la entrada, un zaguanillo; una estancia a modo de despachito, a la izquierda; a la derecha, el comedor y el dormitorio y, de frente, un pasillo hacia el corral y el establo. Tal vez la última vez que cruzaste el umbral fue para velar el cadáver del familiar muerto.

¡Las casas de los pueblos! Esas casas por las que ahora suspiran las gentes de ciudad para curarse del confinamiento urbano. ¡Cuántas veces has soñado con hacer un libro con la historia de las casas de los pueblos! Un libro que contara las peripecias de sus moradores en todo lo que la memoria alcanzase. Historias de vivos y muertos, de sucesos de gloria y de desgracias. En estas casas parían las mujeres de generación en generación y morían los hijos de sus hijos. Sus paredes conservan la huella del grito de la parturienta y el gemido de las muertes. Por supuesto, las risas de los niños y el rumor de las canciones campesinas.

 Con poco esfuerzo y colaboración podrías identificar las casas que habitaron tus abuelos y los abuelos de tus abuelos. Te sorprenderías de las historias que guardan estos muros como si de un cofre surgieran mercaderías asombrosas. A veces te has sorprendido, al tiempo que vas por una calle, recordando quiénes fueron los moradores de esta o aquella casa, y, como es larga ya la memoria, reconstruyes con visión panorámica la historia de un tiempo y de unos personajes mucho más sugerentes que los que ahora vemos enmascarados por la calle; que no es lo mismo un personaje tramitando el paro en la ventanilla el subsidio que un labriego aparejando las bestias para hacer la sementera. No me pidas, amigo Tulio, que compare la dignidad de aquel campesino con el infortunio de quien no tiene trabajo.

Pero ya nunca podrás hacer la historia de la calle Braceros como si fuera el relato de un nuevo Macondo, comenzado por la casa del maestro desvariado que vivía con una hermana tarada, o esa otra de la dos hermanas enclaustradas que nunca salían a la calle, o la siguiente con una saga de otras tres hermanas y un varón, una especie de gineceo, perfectamente jerarquizado, y la siguiente en la que vivía la última plañidera que tomaba asiento junto a la viuda para rezar tan pronto expiraba el muerto y sollozar tan alto como fuera el estipendio. La casa de la mujer a la que prestaban el chorizo o la morcilla para adobar los garbanzos de los pobres y desgrasar el cocido de los ricos. Pero ya no tienes tiempo para hacer el relato de las casas, muchas de ellas cerradas o en venta, en las que vivieron sagas familiares cuya memoria se desvanece. Casas a las que ronda la piqueta ignorante y asesina. Cuando derriban una de estas casas, sepan que están destruyendo la memoria compartida, el vínculo que nos une y nos cohesiona. Por eso te dio un ataque de ira aquella mañana cuando descubriste que una maquina comenzaba a derruir una de las casas blasonadas de la calle Pedro Díaz y te quisieron consolar diciendo que luego colocarían el escudo en la nueva fachada recién reconstruida. Tantas casas maltratadas, mutiladas, deshonradas por la ignorancia. Pocas otras cosas te producen más respeto y admiración que una casa centenaria. Así te entretiene y tal vez fatigues a los jóvenes contando las historias de las casas, por ejemplo el valor de estos tus amigos que han recuperado la memoria de alguno de los moradores de casas centenarias que idearon modos de progreso que las guerras y el fanatismo truncaron. En los desvanes han descubierto escritos que, si no los hubiera cubierto el polvo o el olvido, habrían servido para evitar el hundimiento económico de los pueblos. Y soy ingenuo cuando pienso que rescatar la memoria de estos hombres notables ayudará a despertar el genio de quienes todavía pueden soplar el rescoldo del talento de quienes trataron de inventar nuevos sistemas de bienestar antes de que los pueblos, mi pueblo, termine por convertirse en pavesa de un tiempo que ya no existe. Los pueblos, estos pueblos de secano y de modorra, serán a no tardar espacios condenados a la desaparición si alguien desde fuera no los salva. Carecen de toda posibilidad de regenerarse por sí solos.  ¿Quién se atreve a decirles a mis vecinos que este pueblo, y tantos otros como este pueblo, perviven gracias a los recursos ajenos? Si no se hubiera inventado la estructura de solidaridad de la vieja Europa, hoy crecerían ortigas junto a los muros de los templos.  Y no hace tanto tiempo que estas cosas ocurrieron…

Por la tarde, te has sentado junto al limonero del rincón en el que hace veinte años colocaste un azulejo con los versos de JRJ, aquellos de la más dulce melancolía escrita en versos, los que dicen que el canto de los pájaros sobrevivirá aunque el pueblo se hará nuevo cada año. Al poeta le gustaban los atardeceres y es conocido que se disponía cada día a presenciarlos con recogimiento y solemnidad. Estas tardes de finales del verano son las más silenciosas del año. Son tardes poco sólidas, casi evanescentes, presintiendo la vecindad el otoño, propensas a la melancolía y también al pensamiento más substancioso. Si estás atento, oirás el lejano graznido de una pareja de cuervos camino de los pinares. No hay pájaros cantando. Ni siquiera escucharás la algarabía con la que los vencejos despedían los atardeceres del verano. Estarán ya en remotos territorios a la espera de que la rueda de las estaciones los empuje de nuevo a los lugares donde anidaron. Recuerda que celebraste en la primavera, en la ciudad confinada, la llegada de los vencejos acreditando que el mundo no había terminado. Volverán los vencejos, Juan Ramón, y tú seguirás presente. Traerán bajo el ala la noticia de que el virus ha sido al fin confinado.

UN PRODIGIO EN EL GALLINERO

 

4.6.18.- Como ha sido año de lluvias copiosas, las callejas parecen jardines asilvestrados que sirvieran para exhibir lo que la propia naturaleza es capaz de producir sin intervención de los hombres. Si el hortelano no tuviera los tiempos tan marcados, no dudaría en hacer, aunque nada más fuera para autoconsumo, una guía de las flores de calleja. Y así podría dar el nombre a cada una de las plantas que, esta mañana, lucen más que un jardín de nobleza. Mira estas parcelillas de amapolas que han salido en la hendidura del asfalto de las últimas casas del pueblo. Repara en el azul de las campanillas, en el amarillo de tantos y tantos jaramagos. ¡Qué gracia aquel puñado de azulinas encaramadas al muro de pizarra! O el color de aquel reducto de musgo adherido al granito, o las malvas que han tejido, allá donde la calleja se ensancha, un fantástico lienzo violeta. Como el sol apenas sobresale de las cumbreras, ya ves cómo alumbra aquel rincón florecido de candilejas. Puedes recorrer y de hecho lo estás haciendo las callejas sin que nadie te estorbe para contemplar este humilde jardín de las flores proletarias. Y piensas que ni Salomón con toda su gloria se vistió como ellas… Pero, para alumbrar tanta belleza, ha sido preciso que la naturaleza trabajara a destajo, que los vientos depositaran las simientes en cada rendija de los muros y que la lluvia las fecundara.

Allá donde las callejas terminan, sin solución de continuidad, comienzan los caminos de arena que van a los pegujales de mis vecinos. Senderos florecidos con su cohorte de rosales silvestres, jaramugos, hinojales…¡Cuánta hermosura de libre dispensación para quien quiera mirarlo! Mira cómo han prosperado este año las umbrelas con su plataforma en la que anida un enjambre de insectos felices en su mullido territorio floral. Pero sobre todo cuánta soberbia enseñorean las cañijerras o ese florón que más parece un candelabro fastuoso. Flores de callejas y flores de vereda que estáis dispensando un impagable espectáculo sin que nadie tal vez repare en su excepcional belleza, como aquella flor del capítulo de L de Platero: “¡Que pura, Platero, y qué bella esta flor del camino! Pasan a su lado todos los tropeles—los toros, las cabras, los potros, los hombres, y ella, tan tierna y tan débil, sigue enhiesta, malva y fina, en su vallado solo, sin contaminarse de impureza alguna”.

Y debieras recodar además que el espectáculo que te asombra tenía esta mañana otro complemento excepcional: el canto de los pájaros. Cantaban desaforadamente el chamarí y los jilgueros, como si pregonaran la plenitud del momento.

Has abierto el cancil de la huerta y te has encontrado con otro festín de coloración, ¿Qué prefirieres las flores silvestres o el jardín de la huerta? Claro que son diferentes. A este lo abonas, lo podas, lo cuidas, y aquel no tiene quien lo atienda…, pero has reparado en cómo han prosperado los dondiegos sobre la pila de granito que fue comedero de las bestias. Cualquiera de las dos que escoltan la puerta serviría para decorar un palacio y fueron tan solo un pesebre de las vacas o de los jumentos. ¿Quiénes las tallaron? Un buen día, aquel personaje que tanto estimas llegó con una tonelada de granito y con enorme esfuerzo quedaron reconvertidas en recipientes de plantas de jardín. Hoy crecen en ellas la planta más modesta de las que engalanan los patios campesinos. Ayer, cuando bajabas a la plaza porticada para comprar la prensa, reparaste que, en la plazuela del Castillejo, estaban ya recrecidos los pericos que cada año adornan el esquinazo de la calle de las Fraguas. En los meses de invierno, alguien los defiende colocando sobre sus raíces una pizarra. Las manos franciscanas que los cobijan, tan pronto como asoma la primavera, los liberan de la protección para que engalen la fachada encalada, tal como lo hacen otras mujeres en los mínimos arriates de las casas mudéjares de la vecindad o en la misma plaza junto a la muralla del palacio de los condes.

 

El día en que Cees Nooteboom cumplía ochenta años anota en su cuaderno (“533 días”. Editorial Siruela) el “paisaje de sonidos” que le despiertan en su casa de Menorca a la que acude cada año desde hace más de medio siglo. El primer canto de los gallos de los vecinos, entrelazado con el cacareo de las gallinas, el rebuzno del burro, el graznar de los gansos…No lo dice, pero intuyo que Nooteboom trata de trasladarnos en esta página el sentimiento de plenitud que le embarga. El libro es como una caja en la que el escritor estuviera archivando las emociones que le produce la contemplación de las cosas más ordinarias, aquellas que le hacen compañía o le hacen sentirse recompensado. La casa es modesta, perteneció a viejos payeses y él añadió al jardín el huerto de un vecino fallecido hace tiempo y del que conserva una higuera y un limonero. Pero el limonero se secó al poco tiempo. La higuera está a punto de dar los primeros frutos de la temporada. A la casa le llega el sonido del mar; desde el jardincillo de los cactus puede ver las aguas del Mediterráneo. El libro de Nooteboom es puro mediterráneo. Pasa los inviernos en los paisajes nevados del Norte, pero se ha contagiado de los placeres y del pensamiento meridionales. Muchas páginas parecen ambientadas en la Ilíada o en los versos de Virgilio. Cuando trabaja le gusta acompañase de la música. Hoy está escuchando las suites de Bach y, a poco que repares, el contenido del relato parece guiado por el violonchelo de Rostropóvich, como si las letras y la música se hubieran ensamblado. Una vez que ha conseguido este mestizaje, le resulta fácil cabalgar por el mundo de las ideas anotando las incidencias más modestas de la vida ordinaria y aquellas preocupaciones que ensombrecen la vida de las naciones. Otro día cualquiera, Nooteboom se entretiene en encontrar algún tipo de relación entre la música de las últimas seis sonatas de Haydn y sus cactus.  Nos va a informar que las sonatas fueron grabadas por Glenn Gould en 1981. Incluso nos dirá el ambiente en que fueron grabadas en Nueva York. Lo mismo que conoceremos la particularidad de cuando sembró los cactus en su “jardín español”. Y ahora sabremos definitivamente el contenido del libro que está leyendo y la razón por la que está asociando la música de Haydn con la visión de sus cactus. Ni siquiera haría falta que Nooteboom nos confesara su afición a leer los diarios de escritores. Los conserva en su biblioteca de la planta de arriba. Ha tomado entre sus manos el diario de Julien Green y lo abre por una página cualquiera. Corresponde al 14 de febrero de 1942. La lectura de aquél pasaje le trae el recuerdo de algo similar recogido por André Gide igualmente en sus diarios. Son escenas de la Segunda Guerra Mundial. Ese día Green escribe sus recuerdos desde Estados Unidos, Gide desde Túnez. Compara ambas relatos y saca sus conclusiones sobre la crueldad de las guerras. Incluso hace algo más personal: trata de recordar qué pasó en su vida ese mismo día de febrero del año 43. Lo recuerda con toda claridad: vivía de niño en Holanda y fue el año en que se divorciaron sus padres, pero para él hubo otro acontecimiento más importante, fue el año de la bomba. La bomba del ejército aliado había caído junto a su casa. El estruendo “lo sigo oyendo en mi memoria; no me liberaré de él nunca jamás…” El hortelano está atento en la lectura de este diario de Nooteboom y, como él, es también aficionado a la lectura de diarios y memorias. Los guarda, relativamente ordenados, en una estantería adicional entre sus libros de poesía y su pequeña colección de grecolatinos. Por ello no le resultará difícil encontrar los diarios de Jünger y de Klemperer y le seduce la idea de investigar qué sucesos ocurrieron en esa misma fecha, febrero del 43, en la vida de dos de los escritores que más le satisfacen. Incluso podría buscar la coincidencia con Stefan Zweig. Pero tal vez en el 43, Zweig ya se habría suicidado. No pudo recuperarse de la barbarie nazi. Los diarios de Jünger, menos los relativos a la Primera Guerra Mundial, son distendidos, escritos desde la distancia emocional; los de Klemperer, en cambio, son trágicos; todavía recuerdo la impresión con la que los leí hace veinte años. Pocos textos me han impactado más sobre la saña con la que los hombres podemos autodestruirnos. Creo recordar que el primer tomo de los diarios se inicia con la voluntad del escritor de concurrir a las elecciones de rector de Universidad. Terminan buscando basura para alimentarse entre las ruinas de Dresde. El caso es que Nooteboom le ha abierto al hortelano el apetito de comprar los diarios de Julien Green; sentarse en el portalillo, abrir un nuevo libro mientras escuchas el  prodigio que acaba de ocurrir en el gallinero. ¿O por qué no releer a Klemperer? Los políticos que ves a diario en televisión ¿habrán leído alguno de estos diarios? Y si lo han hecho, ¿qué opinarán de los que siembran rencor y odio cada mañana, por la tarde y por la noche?  

LA ADELFA DE FUENTEPIÑA Y EL ELOGIO DE LAS COSAS ORDINARIAS

 

3.6.18. La adelfa que plantamos de un esqueje que recogimos en Fuentepiña ha florecido por vez primera. Está al borde de la veredilla de la huerta frente al gran olivo centenario. La adelfa, en fin, no tiene nada de particular. Cualquiera de las que se venden ahora en los viveros tiene una floración más abundante y de colores, probablemente, más lucidos. Pero esta adelfa pertenece al patrimonio lírico de Juan Ramón Jiménez, y el hortelano no debiera esforzarse en reiterar su devoción por el poeta y por ese lugar “sagrado”, Fuentepiña, al que todos los juanramonianos admiramos. Regresamos  de aquel viaje con esquejes de geranios y de adelfas con la ilusión de que aquellas plantas que crecían desgobernadas  en el arriate que bordea la casa de campo del poeta, muy cerca del pino bajo el que yacen los restos de Platero, procedieran de las mismas que él sembrara. Aquellos esquejes de geranios llevan ya varias temporadas alumbrando los veranos de la huerta, y este es el primer año en el que la adelfa juanramoniana se ha hecho presente en la vereda. Toda  primera vez llega con el aura y el prestigio de lo iniciático, de la emoción que acompaña a la esperanza. Los antiguos celebraban el inicio de las estaciones y los creyentes bendecían las cosechas. Raro es el año que la huerta no nos depara alguna oportunidad iniciática, y estoy listo para celebrar, este otoño, la recolección de las dos primeros frutos del nogal que plantamos para sombrear el sestil de la huerta. El hortelano tiene esta mañana, en las primicias del verano, una sobrecarga sentimental porque, además, está reparando en los árboles y en las plantas “alusivas”. Alusivas porque cada una de ellas te recuerdan su procedencia. Por ejemplo, estás viendo el crecimiento vigoroso y el verde intenso del azufaifo que te trajeron en una macetita desde Campanario, o la higuera repleta de brevas a punto de sazón que llegó desde Los Tejares de Jaraíz de la Vera, o el naranjo que procede de una semilla del corral de la casa de los padres de la calle Braceros, o el roblecito de no más de un palmo que asemillasteis de una bellota cogida del suelo al borde la Casa de Cristal de New Canaan, uno de los espacios más mitificado de la arquitectura de diseño, o el manzano de jardín que te recordará siempre la amistad de uno de los personajes más generosos de cuantos has conocido. Si te lo propusieras, podrás de esta forma componer un largo relato con la historia de la mayoría de las plantas y de los árboles de tu pegujal.

Y mira por dónde estás leyendo estos días ese libro de Cees Nooteboom, “533 días”, que al fin encontraste en La Central de Callao, en el que describe la sensación de confort que le produce el reencuentro con las cosas ordinarias de su casa después de haber estado meses correteando por el mundo. Cuando regresa a su casa de Menorca se sorprende de la “lealtad de los objetos”: mesa, sillas, libros, la lámpara de lectura… “Ahí están los objetos, de pie o tendidos, inmóviles en su perfecto silencio”. A Nooteboom llegaste hace años a través de sus relatos de viajes. En su juventud fue monje trapense. Abandonó la reclusión del monasterio y se hizo nómada y cosmopolita. Hoy, en el tramo final de su camino, convertido en uno de las máximas autoridades intelectuales de Europa, desde su casa con huerto y jardín menorquinos, medita sobre los acontecimientos que ensombrecen el futuro del mundo. Lo hace mezclando lo particular y lo universal con tanta maestría que a veces uno pierde la noción de si lo importante es la enfermedad de sus cactus o la habilidad de la araña en tejer su red en su propio dormitorio, o, por el contrario, lo trascendente es la eterna insatisfacción de los hombres enfebrecidos en fabricar sueños de imposible cumplimiento.

 El caso es que, en esta página que estás leyendo, Nooteboom se felicita por la compañía de los objetos que le hacen la vida confortable. Pero el texto que más aprecias de elogio a cualquiera de los objetos de la vida ordinaria, lo encontraste en el libro de Eckermann referido a la preferencia que el gran Goethe sentía por su silla de madera. Aquel día, cuenta Eckermann, Goethe había comprado en una subasta una butaca verde de la que se había encaprichado, pero pronto se arrepintió y volvió a recuperar su vieja silla de madera a la que había mandado añadir un suplemento que le sirviera de respaldo de cabeza. Y reflexionaba el gran Goethe: “cualquiera forma de comodidad resulta del todo contraria a mi naturaleza (….); los muebles elegantes son propios de gentes que carecen de pensamiento o que no desean tenerlo”.  Y no debes olvidar los versos de JRJ que te sabes de memoria: “¡Qué quietas están las cosas/ y qué bien se está con ellas!/ Por todas partes, sus manos/ con nuestras manos se encuentran”. Tal vez por esta razón pusiste tanto entusiasmo en rehabilitar y grabar su nombre en el sillón de tu bisabuelo, un simple y modesto sillón de madera de pino y de enea. Y te entretuviste en pensar que, en tiempos de ajuares tan escasos, este modestísimo asiento haya presidido las glorias y las desgracias de una familia de labradores y carpinteros. Pero volviendo a la reflexión de Goethe, uno confiesa su debilidad de “voyeur” para escudriñar al detalle los lugares en los que trabajan los autores que admiras cuando aparecen en las revistas ilustradas o en los documentales, y hasta se atreve a clasificarlos según los objetos que muestran sus escritorios. Cela escribió lo mejor de su obra en cafetines y lo peor, que no fue poco, en despachos acomodados. Imagino el escritorio de Delibes y te lo representas despojado de lujo. Cervantes escribió su Quijote entre barrotes. Si te lo propones, encontraras la descripción de Ernst Jünger escribiendo sus memorias a solo unos metros de su huerto de Kirchhorst, a Josep Pla apegado a la chimenea de su masía en Llofriu y a Baroja en su casona de Itzea. Y encontrarías la cita de Azaña cuando decía que necesitaba un ambiente rústico para pergeñar sus prosas. Pero no es tiempo ahora de amontonar viejos conocimientos, sino de enaltecer las cosas, los objetos que te acompañan durante la vida, y de reconocer que “qué bien se está con ellas”, “inmóviles en su perfecto silencio”. O tal vez ésta sea la ocasión del elogio a la austeridad y a la sobriedad para enaltecer el pensamiento como sentenció Goethe. Como sólo eres aprendiz de hortelano y emborronador de papeles, confórmate con señalar que también los lectores tenemos espacios preferidos para pasar las páginas de los libros de placer. Y pocos comparables a estar hoy aquí, estrenando el verano, en el portalillo de la huerta, embebido en las páginas de Cees Nooteboom.